Hace ya muchos años, en una feria de libros en Bogotá, escuché una conferencia sobre la vida de los escritores. La persona que disertaba soltó de repente una afirmación explosiva que no he olvidado nunca: “Un escritor que no tiene agente no es escritor ni es nada, es sencillamente un miserable.”
Casi nadie del público se inmutó, pero los poetas asistentes voltearon a verse unos a otros con cara de asombro; sería largo y muy refrescante referir aquí lo que se dijo en las reuniones posteriores a la conferencia aquella, pero no lo contaré —quede para una ocasión más propicia. Sucede que ninguno, absolutamente ninguno de los poetas tenía, adivinaron ustedes, agente literario; eran, éramos, unos miserables victorhuguianos, unos pobres diablos irredimibles, una panda de parias (décima acepción de “panda”: “Reunión de gente para divertirse”). Pero nos lo tomamos con humor, no se crea. Ni una gota de amargura; mucha diversión, en cambio.
Evoco este recuerdo bogotano porque recibí una carta de lo más curiosa, de una persona que estimo, invitándome a hacerme de los servicios de una naciente agencia literaria; ahí estaba la invitación y me tocaba aceptarla o rechazarla. Confieso que en el momento de escribir estos renglones no he dicho ni que sí ni que no. Y no sé qué voy a decir, a decidir. No me quita el sueño, desde luego, y pensar en el asunto me resulta hasta regocijante.
Los agentes literarios están inmersos en las aguas heladas del mercado y suelen tratar asuntos en los que priva un cálculo bien calibrado cuyos ejes son la conveniencia y las ventajas económicas presentes y futuras. Hay, ni que decir tiene, agentes esclarecidos a los que preocupa la calidad de las ediciones y el decoro con el que se manejan los textos, casi siempre de narradores. Nada tengo contra esos agentes, faltaba más. Pero la invitación de hace unos días me hace cavilar.
Uno de los rasgos o peculiaridades de la poesía es que apenas tiene tratos con el mercado. Las tiradas de las ediciones poéticas suelen ser muy cortas y las ganancias no dan para que nadie, ningún “liróforo celeste”, viva de ellas. De esta situación se desprende una consecuencia que determina muchas actitudes poéticas (es decir, de los poetas): “Nosotros —dicen los poetas— no transigimos con los poderes del dinero; existimos, persistimos y trabajamos al margen de la explotación.” Unos cuantos prolongan estos dichos al ámbito del poder político: no se han entregado, atados de pies y manos, a los designios del Estado o del gobierno. Aquí viene a cuento aquel intercambio brevísimo y contundente:
—Yo nunca me he vendido.
—No, porque nadie ha querido comprarte.
Al rato, cuando haya terminado de escribir estos renglones, me iré por ahí a releer el ensayo del gran Raimundo Lida, titulado “Condición del poeta” —en su precioso libro Letras hispánicas—, del que tengo el recuerdo más grato. Son páginas llenas de sabiduría y sentido común.