El presidente López Obrador suele elogiar a sus colaboradores llamándolos “personas de convicciones” (o “con convicciones”). Lo hizo hace poco al anunciar el nombramiento de la nueva secretaria de Educación Pública. A veces acompaña el elogio con una consideración sobre la “lealtad” de esos colaboradores; lealtad, dice, a los principios de su “movimiento”, o mejor, dicho, en sus palabras: de “nuestro movimiento”, con una apelación implícita a una comunidad indefinida en la que caben, quizá, su gabinete en pleno, el partido que él encabeza moralmente, el “pueblo” que representa y encarna según sus panegiristas, no se sabe muy bien.
La mención de las “convicciones” no va acompañada nunca, en el discurso presidencial, de un adjetivo o una frase que nos permita saber a qué tipo de ideas se refiere esa palabra. No dice, por ejemplo, “convicciones de izquierda”, que nos haría saber por dónde va la cosa; no: las “convicciones” aparecen solas, un poco en el aire, desprovistas de explicaciones o aclaraciones, lo cual no deja de ser, verdaderamente, extraño. A tratar de entender esa extrañeza dedico estos renglones; no sin declarar que lo que sigue se sitúa en el terreno de las especulaciones, de lo incomprobable, de lo conjetural, si se quiere.
Podemos, sin entrar en vericuetos, identificar las convicciones con las ideas o con las creencias; unas u otras, pero más bien estas últimas. Una persona “con convicciones”, sobre todo si es leal o fiel a una persona o un movimiento, está íntimamente persuadida de las virtudes de las ideas que profesa: ahí están el movimiento y el líder para probarlo. “Creo y soy fiel”: una declaración implícita de indudable aire religioso. Eso acercaría las convicciones —siempre, según el Presidente— a los dogmas, en mi opinión: creencias o ideas que no se discuten, que se aceptan sin pasar por la criba del razonamiento o el análisis. Sin esa criba, las convicciones se asientan para siempre en el ánimo y en el espíritu, sólidamente arraigadas en el espíritu y quizás en la conducta: Semper fidelis.
Todos hemos conocido personas llenas de convicciones, muchas de ellas equivocadas o francamente perniciosas, peligrosísimas. El movimiento que encabeza el obtuso Donald Trump es una muestra de ese tipo de individuos; abundan en el mundo entero. El hecho de tener convicciones que son más bien dogmas no es garantía de nada, como no sea de esa fidelidad o lealtad a un líder o a un movimiento: la ceguera que avanza sin mirar a ninguna otra parte, la fe del carbonero, la obediencia brutal a la consigna partidista.
Frente a las convicciones, quiero hacer aquí una defensa de otras virtudes: la capacidad de discernimiento, la energía de la crítica, la apertura mental a los debates.
Una vez más invoco el ideario sinóptico de Leszek Kolakowski: “Bondad sin indulgencia universal, coraje sin fanatismo, inteligencia sin desesperación y esperanza sin ceguera”.
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