No sé si el decaído follaje del ahuehuete plantado hace poco en el Paseo de la Reforma se mueve o está inmóvil, en su aparente agonía. Me lo preguntaba la otra tarde, luego de conversar ávidamente con mis amigos Rodrigo y Gilberto; con ellos estuve comentando la aparición de ese árbol malhadado —es decir: de triste destino— en el paisaje de la ciudad. Entró un poco torcido en ese paisaje, con un aire de indudable desaliento.
Después de despedirme de mis contertulios, recordé el cosaute de Diego Hurtado de Mendoza : “Aquel árbol que vuelve la hoja/ algo se le antoja.” Y es que al ahuehuete de Reforma no parece movérsele ninguna hoja o parte alguna de su estructura. De ahí pasé a otros árboles de la poesía y me detuve largo rato en el laurel de Garcilaso de la Vega, es decir, en el árbol del soneto en el que la ninfa Dafne se metamorfosea para salvarse de la persecución del dios Apolo. En el soneto, la transformación de la muchacha en un laurel está descrita prodigiosamente. Es lo que sucede cuando los mitos ovidianos son tejidos de nuevo por un poeta de veras grande. Y Garcilaso lo era: no en balde ha sido llamado “príncipe de los poetas castellanos”, es decir: principal, primero entre todos ellos.
Siempre vuelve uno a Garcilaso. Y ahora con más razón pues acaba de aparecer un libro interesantísimo, de hermoso título: La llave de plata, cuyo tema es la gravitación o influencia de Garcilaso en los poetas de la generación española de 1927. Su autor es Pablo Muñoz Covarrubias , profesor universitario e investigador de altos vuelos. Los editores son los de la casa Bonilla, cada vez más atinados en sus ediciones.
Garcilaso está volviendo siempre; llega continuamente hasta nosotros desde el siglo XVI, desde la corte del emperador Carlos V. Volvió Garcilaso en 1927 y su influjo está presente, sin duda, en los poetas de esa generación, a pesar de la ostentosa preferencia de aquellos creadores extraordinarios por el cordobés don Luis de Góngora (Garcilaso era toledano). Quien sabe dos maravedís sobre esos temas está al tanto del hecho siguiente: Góngora era garcilasiano, como Miguel de Cervantes, ¡y como el Quijote mismo!
Como Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega está extrañamente al margen de las querellas y las descalificaciones de que está llena la historia de la literatura. Todos coinciden en su valor y su preeminencia. Los sonetos, las canciones y las églogas han tenido un lugar elevado y notorio, siempre, como las Coplas manriqueñas, en el horizonte poético de nuestra lengua.
Los poetas del 27 siguieron, antes de que fuera formulada, la consigna de Jaime Gil de Biedma: “Aliarse con los abuelos, contra los padres.” Los padres eran los modernistas, con Darío a la cabeza; los abuelos, los poetas de los siglos de oro: Garcilaso, Lope, Luis de Góngora.
Estoy seguro de que la llave de plata del libro de Muñoz Covarrubias abrirá muchas puertas para los lectores de nuestro país.
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