En 2005 me convertí en profesor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Empecé a dar clases en el plantel de la colonia Del Valle y muy pronto, con un grupo de compañeras entusiastas, organizamos un seminario de análisis de textos en el plantel del suroriente: San Lorenzo Tezonco, al pie de un monte rojo que los vecinos llaman “las minas” (minas de tezontle, como indica el nombre del lugar). Desde los rumbos de mi casa, el viaje era de más de 20 kilómetros; no me importaba: lo hacía con el entusiasmo de los profesores que se lanzan de lleno a dar nuevas clases.
Durante años, el viaje fue extremadamente complicado porque las obras de la Línea 12 del Metro enredaron el tráfico vehicular; pero valía la pena: cuando el Metro estuviera terminado, gozaríamos de un servicio “de primer mundo”, como decían los compañeros que conocían los trenes subterráneos y elevados de otras ciudades.
Las obras concluyeron y en 2012 se inauguró la Línea Dorada. Unos meses después, la cerraron: había fallas en algunas curvas del trayecto y era de vital importancia repararlas. La ilusión de viajar cómodamente se canceló y volvimos a la dura, a la implacable realidad: llegar a la última estación subterránea, Atlalilco, y tomar ahí un autobús RTP hasta el destino de cada quien. Ese destino era, para mí, el mismo de cuando llegaba en el tren elevado: la estación Olivos, pero ahora arribaba en autobús; algunas veces, fastidiado y exhausto, en taxi, hasta el plantel. Cuando salía de la clase, siempre había un alma compasiva que me sacaba del rumbo tezoncano y me acercaba a calles desde las que podía alcanzar mi casa; la compasión se sublimaba cuando me daban el “aventón” hasta el momento final de ese día de trabajo: el retorno al hogar.
En 2015, por problemas de salud, dejé de dar clases en Tezonco y me mudé al Centro Vlady, en Mixcoac. La hospitalidad de Claudio Albertani y Araceli Ramírez facilitó la mudanza; lo mejor, sin embargo, fue que muchos alumnos del suroriente decidieron ir hasta Mixcoac a las clases y para ello utilizaban la Línea 12. Nunca terminaré de agradecerles semejante solidaridad.
Todo esto que aquí refiero revivió dolorosamente la noche del 3 de mayo. No podré explicar nunca, realmente, lo que sentí: una especie de herida de la memoria que se prolongaba hasta el presente. Muertos, heridos, el tren descoyuntado, la estructura elevada hecha pedazos sobre el camellón de la avenida Tláhuac. Hablé con un par de compañeros estudiantes de la UACM y me tranquilizaron hasta cierto punto: no había, entre las víctimas, estudiantes de nuestra universidad.
La Ciudad de México de 2005 era problemática y aun trágica, diría yo; nada comparable con la ciudad de 2021: el derrumbe en el Templo Mayor, el incendio en el Puesto Central de Control del Metro, los grandes problemas que conocemos los chilangos. Y ahora la noche sangrienta del 3 de mayo en la avenida Tláhuac.