Vi una fotografía y sentí deseos de escribir. Es una imagen extraordinaria de la noche en la ciudad de Barcelona. Las luces artificiales del alumbrado público le dan una tonalidad amarillenta a lo que puede verse ahí.
Casi en primer plano, un jabalí atraviesa una calle. ¡Un jabalí! De inmediato recordé algunas imágenes de zorros en Londres y de cacomixtles en diversos poblados de México, aun en la ciudad capital. Las historias sobre animales que se meten en una ciudad grande o en un pueblo diminuto son infinitas; pero este jabalí de la noche catalana me pareció emblemático de los días que corren, de las jornadas de encierro.
Hay una diferencia entre el jabalí de Barcelona y los otros animales que se aventuran en nuestras poblaciones: estos —los cacomixtles, los mapaches, los zorros— lo hacen a pesar de la gente. El jabalí recorre Barcelona precisamente porque no hay gente.
Ya se han convertido en un tópico las imágenes de Venecia y el agua súbitamente limpia de los canales; hay fotografías de delfines en la ciudad mágica de los dogos y los impresores legendarios, como el gran Aldo Manuzio.
Hay animales en la ciudad, desde luego: ratas en el subsuelo, pájaros en la atmósfera emponzoñada (y a pesar de esta), el cenzontle que canta en los ramajes y nos regala el “latín” de su pico y garganta. Perros por millones, una muchedumbre de gatos, y por ahí, de repente, pueden verse hasta hurones atraillados que fungen como mascotas de algún excéntrico chilango o tapatío. Y desde luego el “antropoide erguido”, que por supuesto no se siente animal, ¡cómo va a ser!, según proclama su soberbia testaruda. Utiliza, claro que sí, la palabra “animal” como arma arrojadiza, injuria y descalificación.
Nada de esto quiere decir que lo que ahora sucede nos ha llegado como una bendición: tiene un aire apocalíptico, un cariz de fin de mundo y hasta vertientes políticas ante las que no podemos cerrar los ojos. La marcha de las mujeres, el paro del lunes 9 de marzo y todo lo que eso significó han pasado a un segundo plano; esto debería hacernos pensar. Están además los pendientes monstruosos de la violencia desatada, además de los otros agobios de nuestra vida civil.
La decadencia del imperio romano alcanzó una culminación trágica cuando la ciudad que lo encabezaba fue invadida por los lobos. Fue otro fin de mundo: el término de un poder que abarcó la cuenca mediterránea, las islas británicas y, hacia oriente, la ciudad de Palmira. Los lobos en el Foro significaban el fin de los tiempos o por lo menos de un tiempo histórico que, se supone, duraría milenios o sería eterno; de ello subsiste el calificativo virgiliano de la ciudad: Roma, la eterna. Pero Roma llegó a su fin, a semejanza de otros imperios.
No sabemos lo que va a suceder. Nadie lo sabe con precisión. De repente hasta la ciencia muestra sus límites.
Mientras tanto, veo ese jabalí cerca de la casa de mi amiga Adelaida.