En un cementerio de París, el de Montparnasse, están las tumbas de Charles Baudelaire y de Porfirio Díaz. La coincidencia siempre me ha llamado la atención. Me parece una extraña cohabitación, no menos extraña que este hecho: casi no hay visitante de la tumba de Díaz que no encuentre en ese lugar ramilletes de flores frescas, depositadas ahí en homenaje al “héroe del 2 de abril”, al artífice de la paz mexicana de cuatro décadas. Ese homenaje cotidiano se cumple siempre, no importa lo que haya sido el gobierno de Díaz, la Dictadura por antonomasia en México: el precio de la Pax Porfiriana lo conocemos todos: explotación, entreguismo, abusos, represión de los trabajadores. Hay porfiristas aún, entusiastas y llenos de admiración por aquel oaxaqueño taimado, astuto y voluntarioso.
El espíritu de Baudelaire era lo contrario del espíritu de Díaz, en todos sentidos. El poeta nació hace 200 años, el 9 de abril de 1821, y su herencia está vivísima. Si bien su obra se ha convertido en clásica, esa condición no la ha condenado al mármol inaccesible e inerte de tantas otras. Famosamente, Victor Hugo elogió el libro más conocido de Baudelaire, con una frase en la que celebraba que el poeta hubiera creado “un estremecimiento nuevo”.
El afrancesamiento del régimen de Díaz implantó en México una moda de imitaciones del mismo signo en muchos ámbitos: el urbanismo, el diseño arquitectónico, la ropa, la literatura. En la poesía, la gravitación francesa contribuyó a la “liberación” del casticismo español y ayudó a la independencia en ese terreno. Podría discutirse si, en el ámbito de la cultura, la elección de Francia en menoscabo de España era necesaria. Lo cierto es que los mejores aprendieron la lección; el primero de ellos, de este lado del Atlántico, el inmenso nicaragüense Rubén Darío.
Ser “un afrancesado” ha sido motivo de escarnio; esa descalificación se parece a los insultos de ahora, que no voy a poner aquí; uno de ellos —de los más socorridos— proviene de un cuento de Guy de Maupassant.
En unos versos famosos, Ramón López Velarde evoca sus años de inmadurez, su condición de seminarista, y añade que entonces vivía “sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”. Luis Vicente de Aguinaga encontró y comentó con brillo la fuente de esos versos. De Aguinaga es uno de los estudiosos que este año están haciendo contribuciones formidables al estudio de la López Velarde; otros nombres: Fernando Fernández, Ernesto Lumbreras, Carlos Ulises Mata. Uno de los decanos de esos estudios, el poeta Marco Antonio Campos, publicó hace poco un libro sobre el poeta jerezano. Otro decano, Guillermo Sheridan, es el autor de la espléndida biografía Un corazón adicto, que dio a conocer hace más de tres décadas.
Las tumbas de Porfirio Díaz y Charles Baudelaire se hallan relativamente cerca una de otra. En esa contigüidad veo una cifra de las relaciones, siempre problemáticas, entre la historia y la poesía.