El gobierno del Estado de California tomó recientemente una decisión importante respecto a las personas en situación de calle. Aunque hay organizaciones que intentarán impugnarla, lo importante es la visión que se tiene respecto a estas personas: no deben estar en lugares públicos. La razón es simple: rompen con la estética de estos sitios y provocan inseguridad. Sin embargo, la pregunta inmediata es: si no son dueños de nada, y por eso viven en la calle, si no les permiten estar en espacios públicos, ¿entonces dónde?
La democracia electoral de Estados Unidos y la nuestra podrían tener como lema “una persona, un voto”. No importa la situación económica, académica, social, religiosa ni de ninguna otra índole, el voto de cada persona vale exactamente lo mismo. Por ello, el voto de una persona en situación de calle vale exactamente lo mismo que el de las personas más ricas del país. No se puede decir lo mismo en el aspecto económico: el que tiene dinero para comprar, puede consumir, el que no, queda excluido.
La lógica del mercado así lo establece: para poder consumir, así sea apenas un consumo de subsistencia, hay que trabajar, si no, el riesgo es morir de hambre. Esta visión impera no sólo en Estados Unidos, sino que podría generalizarse a todo el continente: “si quieres algo, trabaja por ello. Sólo los holgazanes reciben algún tipo de apoyo público”. De aquí que se tenga tanta aversión a programas sociales que implican transferencias del sector público a personas en condiciones de desventaja. En Europa la visión es distinta.
En el antiguo continente el desempleo o la pobreza no son considerados como consecuencia de la pereza o la vagancia, sino provocados por mala fortuna o falta de oportunidades. En tal contexto se justifica la participación del Estado en la economía a través de regulación, de establecimiento de precios máximos y mínimos, de impuestos y, por supuesto de transferencias en efectivo o en especie hacia la población con menos recursos.
Estas dos visiones probablemente son la causa de que en América se tenga el lamentable espectáculo de ver comunidades de personas en situación de calle viviendo de lo que los programas públicos les pueden otorgar o de los donativos que el sector privado les otorga. En Europa este espectáculo es menos frecuente y no obedece sólo al crecimiento económico sino a una visión distinta a la forma en que se debe conducir una economía.
En Europa existe una regulación que obliga a las empresas de cierto número de empleados en adelante, a establecer métricas que permitan producir respetando al medio ambiente y con responsabilidad no sólo hacia los trabajadores que laboran en la empresa, sino hacia el exterior de ésta, en la zona de impacto de la misma; en este lado del mundo se empieza hacer igual, pero salvo algunas regulaciones estatales, como en California, las empresas reportan de manera voluntaria: la fe ciega en el mercado provoca que se generen “incentivos de mercado” para que las empresas sean socialmente responsables.
Así es que la conducción de la economía de cada país depende de la visión que se tenga: la del libre mercado extremo, que hemos tenido desde hace por lo menos cuarenta años, y la que promueve la participación del Estado en la economía. Ambas se han aplicado en el mundo en diferentes momentos. Después de la “Gran Depresión” gran parte de los países optaron por el Estado interventor, después, las políticas de libre mercado fueron la regla. Las consecuencias de dicha política están a la vista y no parecer ser del gusto de la mayoría de la población que, por lo menos en México, desde 2018 votaron por un modelo económico distinto. Ante lo que las políticas de libre mercado prometieron y lo poco que entregaron, probablemente esta visión se extienda por el mundo en los años venideros. Al tiempo.
Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM