Transformador. Si tuviera que elegir una sola palabra para describir estas primeras tres semanas desde que me convertí en mamá, sería esa. Porque no tengo duda de que ya no soy —ni volveré a ser— la misma de antes, sino una nueva versión de mí. No mejor ni peor, simplemente distinta. Una con el corazón ensanchado, capaz de sentir el amor más grande, pero también capaz de habitar esos nuevos miedos e inseguridades que solo aparecen con la llegada de un bebé.
Esta etapa donde todo es la primera vez, donde todo es nuevo, dónde todavía no logras entender cómo tu cuerpo fue capaz de crear una vida, cuando de pronto tienes en tus brazos a un bebé que piensas que necesita todo —las cremas, la rutina, los pañales especiales, la cuna ergonómica, el ruido blanco— hasta que te das cuenta que, en realidad, solo te necesita a ti. Tu presencia. Tu amor. Tu alimento. Y entonces te explota el corazón de amor, pero también de una enorme responsabilidad de darte cuenta que para ese bebé, tú eres el mundo entero.
Y en medio del caos, de todos los consejos de las tías, y del bombardeo de información en redes sociales, estás tú, intentando serlo todo. Agotada. Feliz. Vulnerable. Con esa sensación constante de estar improvisando. Porque por más que no te reconozcas en el espejo, sigues siendo tú. Sigues siendo tú a las 3 de la mañana haciendo pedidos en Amazon, buscando ese otro sacaleches portátil porque no pensaste que salir sin él sería una catástrofe. Eres tú, aprendiendo a que amamantar en público no debería darte pena, pero igual buscando una esquina intentando ser discreta y actuando casual cuando tu bebé llora sin control porque eres primeriza y no logras pegártelo para comer.
Eres tú olvidando los pañales, la pomada, la leche... y al final corriendo a la farmacia por fórmula mientras paseas al bebé por la calle esperando que se duerma. Eres tú viendo tu ropa con nuevos ojos, pensando si será fácil amamantar con esa blusa que elegiste. Y también eres tú llorando en la regadera, en silencio, de felicidad, de nostalgia, o porque ni siquiera sabes bien por qué.
Y en medio de todo, pienso en las maternidades que no se eligen, y sostengo que no hay nada más cruel que existan leyes que obliguen a una mujer a maternar sin desearlo y que la criminalicen si decide lo contrario. Pienso en las maternidades que se viven desde la cárcel, sin opciones, sin atención médica, sin respeto. Pienso en cómo la maternidad no debería ser sinónimo de renuncia, ni de castigo, ni de culpa. Y sin embargo, la culpa aparece. Cuando no produces suficiente leche. Cuando lo cargas “de más”. Cuando decides dormirlo en tu cama. Cuando trabajas. Cuando no trabajas. Siempre hay un motivo para cuestionarte, para dudar si lo estás haciendo bien.
Y ahí, entre el miedo y el cansancio, aparece algo nuevo: el amor propio. El que te dice que sí puedes confiar en ti, que estás haciendo lo mejor posible. Que equivocarte también es parte de maternar. Que nadie nace sabiendo, pero tú estás aprendiendo y seguirás aprendiendo todos los días.
Este tiempo también me ha demostrado que la maternidad no se puede vivir sola. “Se necesita una aldea", dicen por ahí. Y nada más cierto. ¿Qué haríamos sin las abuelas, las hermanas, las amigas, las parejas? Este Día de las Madres me ha hecho reflexionar sobre la importancia de también celebrar y agradecer a quienes acompañan la maternidad: a las abuelas que con su amor incondicional aconsejan, apapachan, y consienten; a las amigas que visitan (y a las que, aunque queriendo conocer a tu bebé, no visitan porque saben que necesitas descansar), a las parejas presentes que aligeran la carga mental encargándose de todo para que tú puedas enfocarte solo en ti, en tu recuperación y bienestar, y en alimentar a tu bebé con tranquilidad. A las personas cuidadoras, a las que te traen helado y pan dulce sin avisar porque saben que lo necesitas. A las colegas que se encargan de tu trabajo mientras dura tu licencia de maternidad. A quienes te escriben para preguntar cómo estás, y a quienes hacen el trabajo del hogar para que tú puedas descansar una hora más.
Soy consciente, más que nunca, sobre la necesidad urgente de hablar de una política pública de cuidados que nos respalde, nos acompañe y nos reconozca. Porque cuidar también es trabajo —y, si me lo preguntan, mucho más exigente que el remunerado—. Es un trabajo que sostiene la vida, aunque no figure en ningún currículum.
Ser mamá ha sido hasta ahora lo más retador, y lo más bonito. Y aunque no hay manual (ni ChatGPT que lo resuelva todo), sí hay comunidad, tribu, amor. Y en medio de todo, estás tú: cambiando, creciendo, sanando y criando a alguien más. Estás tú, transformándote todos los días. Donde no queda más que confiar en que todo va a estar bien, disfrutar el proceso, y abrazar con emoción esta nueva etapa, esta nueva versión de ti.
Directora de La Cana