En el complejo entramado del derecho constitucional, la comparación entre sistemas jurídicos ofrece valiosas lecciones, especialmente cuando una nación se encuentra en una encrucijada legislativa. Mientras el debate sobre las reformas a la Ley de Amparo avanza en México, un vistazo al constitucionalismo estadounidense revela una advertencia crucial: debilitar las herramientas de control judicial es un camino riesgoso que puede contraer las libertades ciudadanas. El sistema norteamericano, a través de una figura conocida como debido proceso sustantivo, ha servido durante décadas como un mecanismo para proteger derechos íntimos y personales, como la privacidad y la autonomía familiar, utilizando criterios de razonabilidad y proporcionalidad. Sin embargo, en tiempos recientes, su Suprema Corte ha adoptado una postura más restrictiva, exigiendo que cualquier nuevo derecho invocado deba estar profundamente arraigado en la historia y tradición de la nación, lo que dificulta la protección de nuevas libertades. Paradójicamente, mientras limita estos derechos personales, la misma Corte expande su control sobre la arquitectura administrativa del Estado con un estándar histórico menos severo. Esta asimetría nos enseña que, incluso en su fase más conservadora, el sistema estadounidense conserva un vocabulario de ponderación que permite al juez calibrar su intervención.
México, por su parte, siguió una trayectoria de expansión garantista. La reforma constitucional de 2011 y la Ley de Amparo de 2013 incorporaron la figura del interés legítimo, un avance que trascendió el tradicional agravio personal y directo. Esto abrió el juicio de amparo a colectividades, permitiendo que comunidades afectadas por daños ambientales, grupos discriminados o pueblos indígenas defendieran sus derechos. La Suprema Corte sistematizó esta figura en 2019, estableciendo un método claro y operativo para su aplicación, basado en la pertenencia del individuo al grupo afectado y la demostración de la transgresión a la norma protectora.
Las reformas en discusión amenazan con desmontar este andamiaje de protección. Al elevar el umbral de "lesión diferenciada", se regresa a la lógica del agravio personal y directo, excluyendo a grupos vulnerables cuya afectación es compartida. Una interpretación rígida de la relatividad de las sentencias limitaría el impacto de los fallos, convirtiendo las victorias colectivas en meramente simbólicas.
Es innegable que, en su noble propósito, el juicio de amparo ha sido objeto de abusos. Ciertos grupos lo han empleado estratégicamente para eludir responsabilidades fiscales u obstaculizar la legítima función del Estado. Sin embargo, estos casos no deben justificar una reforma regresiva que castigue a todos por la conducta de unos pocos. La solución no es acotar legislativamente el amparo, cerrando la puerta a las colectividades vulnerables que más lo necesitan. El camino correcto es fortalecer la potestad de los juzgadores. Debemos confiar en su capacidad para ponderar, caso por caso, la validez de cada demanda, aplicando con rigor los principios de razonabilidad y proporcionalidad. Son los jueces quienes, con un escrutinio exigente, pueden separar las defensas genuinas de los intereses ilegítimos, garantizando que el amparo sirva a su propósito original: ser un guardián de los derechos fundamentales, no un obstáculo para el desarrollo.