El interés legítimo constituyó la llave de acceso que amplió el amparo a quienes, sin ostentar un derecho subjetivo en sentido estricto, resienten una afectación real y jurídicamente relevante por su pertenencia a un grupo impactado (vecinos de una cuenca contaminada, mujeres frente a una norma penal, personas migrantes a través de sus organizaciones). A diferencia del interés jurídico clásico, no exige la titularidad individual del derecho, sino la existencia de una situación especial del promovente frente al acto o la norma que vulnera derechos humanos.

El viraje quedó anclado en la reforma constitucional de 2011 —que reconoció el interés legítimo individual y colectivo en el artículo 107— y fue positivado en la Ley de Amparo publicada en abril de 2013. Con ello se ensanchó el acceso a la justicia y se hicieron exigibles, también, derechos de naturaleza social y colectiva, bajo el principio de progresividad.

No obstante, existen usos impropios. La Suprema Corte ha subrayado que la ausencia de interés legítimo es causal manifiesta de improcedencia; no todo agravio de alcance general habilita la acción. En la práctica, criterios recientes han cerrado el paso a impugnaciones sin afectación especial o promovidas por sujetos no directamente obligados.

Hoy se discute una iniciativa que reescribe el artículo 5°, fracción I, de la Ley de Amparo. El texto propuesto exige que, tratándose de interés legítimo, la norma o el acto “ocasione en la persona quejosa una lesión jurídica real, actual y diferenciada del resto de las personas, de tal forma que su anulación produzca un beneficio cierto, directo y no meramente hipotético”. El énfasis en “diferenciada del resto” y en un beneficio “cierto y directo” estrecha el estándar vigente —que alude a una afectación real y actual derivada de la especial situación del quejoso— y desplaza la dimensión colectiva del interés legítimo.

Las implicaciones serían claras: primero, reintroducir por la puerta trasera el antiguo parámetro del “agravio personal y directo” como regla, volviendo excepcional —cuando no ilusorio— el litigio estratégico de derechos sociales y difusos. Segundo, elevar la valla probatoria para personas y organizaciones que hoy acuden al amparo sin demostrar, ex ante, daños plenamente, pese a que la jurisprudencia ha reconocido su legitimación por la naturaleza colectiva de los derechos que tutelan.

Reconocer abusos no justifica recortar el paraguas de quienes menos poder tienen. No es necesario acotar el interés legítimo para contener la litigación oportunista: basta aplicar con rigor las causales de improcedencia y sancionar el abuso procesal. La ruta razonable es otra: (i) dotar a los jueces de facultades explícitas para ponderar daños y la necesidad de la protección constitucional —incluida la suspensión— con criterios pro persona y de precaución cuando exista riesgo a derechos colectivos; (II) tipificar y sancionar la temeridad y la mala fe sin cerrar la puerta a la acción; y (mi) precisar legislativamente la figura (elementos, cargas probatorias, pertenencia al colectivo, efectos de la sentencia) sin acotarla ni borrar su dimensión colectiva.

El interés legítimo no es un atajo: es el puente que hizo justiciables muchos derechos que, de otro modo, se quedan en papel. Si el problema es el exceso, el remedio es el bisturí judicial, no la guillotina legislativa.

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