Hace unos días, Morena presentó una iniciativa para implementar el impuesto a la tenencia vehicular en todas las entidades del país. De acuerdo con estudios del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), una medida de esta magnitud permitiría incrementar la recaudación de las entidades federativas hasta en 98,966.9 millones de pesos. Sin embargo, la decisión de implementar este impuesto trasciende las implicaciones financieras y podría enfrentar obstáculos políticos que limiten su alcance.

En primer lugar, el aspecto técnico. Desde hace años, las entidades federativas dependen en gran medida de las transferencias federales: se estima que alrededor del 80% de sus ingresos provienen de aportaciones y participaciones. Esta estructura no solo reduce su margen de maniobra financiera, sino que también desincentiva la generación de ingresos propios, ya sea por los costos políticos de crear nuevos impuestos, ajustar sus tasas o mejorar sus capacidades recaudatorias.

No obstante, en los últimos años se ha vuelto evidente la necesidad de que los estados incrementen su recaudación local. No solo porque buena parte de los recursos federales están etiquetados para fines específicos, sino porque las necesidades sociales son cada vez más amplias y complejas. En ese contexto, diversas alternativas se han evaluado para ampliar las fuentes de ingresos, y la propuesta de generalizar la tenencia vehicular se inscribe precisamente en esa lógica. Sin embargo, la propuesta de homologar este impuesto no necesariamente permitirá alcanzar estos objetivos, al menos no sin un acompañamiento administrativo adecuado y la disposición política para implementarlo.

La tenencia forma parte de los impuestos patrimoniales y, como su nombre lo indica, se aplica a quienes poseen un automóvil, independientemente de si lo usa o no. Su monto depende de factores como el año, el modelo y las características del vehículo. Se considera un impuesto atractivo por su potencial recaudatorio y por su capacidad para reducir externalidades negativas. Por un lado, puede verse como un impuesto progresivo: grava más a quienes poseen vehículos de mayor valor, generando un efecto redistributivo. Por otro, funciona como un “impuesto verde”, al elevar el costo de tener un automóvil y, de manera indirecta, desincentivar su uso, lo que podría traducirse en beneficios ambientales.

A pesar de estas ventajas, la importancia relativa de este impuesto en las finanzas estatales sigue siendo limitada. Actualmente, solo 15 entidades federativas lo aplican de manera directa —aunque para 2024 el INEGI reporta ingresos por este concepto en 26 estados, lo que sugiere modalidades alternativas del impuesto—. La principal fuente de ingresos propios, sin embargo, continúa siendo el impuesto sobre nómina, que aporta aproximadamente el 74% de la recaudación local. En contraste, la tenencia representa entre 1 y 10 pesos de cada 100 recaudados por los estados. Solo en casos excepcionales, como Colima y el Estado de México, la recaudación por ese concepto llega a tener un peso importante en los ingresos estatales. Factores como la capacidad administrativa, el tamaño de la flota vehicular y las cuotas vigentes explican buena parte de estas diferencias.

Más allá de su peso recaudatorio, están las implicaciones políticas. Desde su origen, la tenencia ha enfrentado problemas de legitimidad. Lo que en los años sesenta nació como una medida temporal para financiar el gasto público, e incluso aportar fondos para los Juegos Olímpicos de 1968, terminó convirtiéndose en un impuesto permanente, posteriormente transferido a las entidades federativas, aunque ya sin ninguna claridad sobre el destino de los recursos recaudados. A ello se suma el argumento de la doble tributación: adquirir un vehículo ya implica el pago de IVA y, para autos nuevos, del Impuesto sobre Automóviles Nuevos (ISAN). No sorprende, por tanto, que se trate de un impuesto impopular y políticamente costoso.

Por ello, la discusión no solo implica evaluar su potencial recaudatorio y su viabilidad técnica, sino reconocer que enfrenta una profunda crisis de legitimidad y costos políticos significativos. Implementar un impuesto de esta magnitud en la antesala de un proceso preelectoral como las elecciones de 17 gubernaturas durante el 2027, de las cuales 9 entidades no aplican este impuesto, sumado a las limitaciones institucionales y a la falta de homologación entre entidades, reduce significativamente la posibilidad de que la propuesta avance en el corto plazo.

No obstante, la iniciativa vuelve a poner sobre la mesa un debate crucial: ¿cómo lograr que las entidades federativas dejen de depender casi por completo de los recursos federales y fortalezcan su autonomía financiera? Porque, aunque la tenencia podría contribuir, marginalmente, a mejorar la recaudación local, su potencial es limitado y su déficit de legitimidad la vuelve políticamente inviable. En realidad, el impuesto a la tenencia vehicular es solo una pieza menor dentro de un entramado financiero mucho más amplio, que exige transformaciones más profundas y estructurales. Es aquí donde técnica y política vuelven a chocar, recordándonos que todas las discusiones sobre impuestos terminan conduciendo

al mismo punto: la urgencia de construir, de una vez por todas, un verdadero federalismo fiscal.

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