La gentrificación es un fenómeno urbano que ha sido ampliamente documentado por la academia desde la segunda mitad del siglo XX, pero que en años recientes ha cobrado una nueva dimensión ante el auge de las plataformas digitales, el turismo masivo y las dinámicas financieras globales asociadas a la especulación inmobiliaria. Desde Nueva York hasta Lisboa, de Berlín a Buenos Aires, la gentrificación opera como un dispositivo de transformación urbana que desplaza poblaciones y encarece el acceso a la vivienda.
En la Ciudad de México, este proceso se ha manifestado con especial intensidad en colonias como Roma, Condesa, Juárez, Hipódromo y Escandón. Se trata de espacios con un alto valor simbólico, histórico y arquitectónico, que durante años habían sido refugio de clases medias y sectores populares, pero que hoy son epicentro de una presión inmobiliaria que ha transformado su tejido social, sus dinámicas barriales y su sentido de pertenencia.
El fenómeno, como apuntan autores como Neil Smith (1996) o Loretta Lees (2015), no es solo económico; es profundamente político. Implica decisiones sobre que ciudad queremos, para quien y bajo que principios de justicia espacial. En este contexto, resulta fundamental destacar que la Ciudad de México ha dejado de ser espectadora pasiva de este proceso para convertirse en un actor que busca regular, mitigar y corregir sus efectos.
Recientemente, el Gobierno de la Ciudad de México, encabezado por la Jefa de Gobierno Clara Brugada Molina, ha presentado el Plan Maestro: Por una ciudad habitable y asequible con identidad y arraigo local. Se trata de una estrategia integral que reconoce la multicausalidad de la gentrificación, abordándola no solo desde la óptica del desarrollo inmobiliario, sino también desde sus impactos sociales, culturales y económicos.
El Plan parte de un diagnóstico preciso: la reconversión de viviendas a usos no habitacionales, la especulación sobre el suelo, las restricciones a la redensificación y el crecimiento desmedido de unidades de corta estancia han generado lo que se denomina zonas de tensión inmobiliaria. Estas zonas no solo encarecen la vida, sino que fragmentan el tejido comunitario y amenazan el derecho de los habitantes originarios a permanecer en su barrio.
Frente a este escenario, el Gobierno ha delineado una serie de acciones que merecen ser reconocidas por su visión progresista y su anclaje en el derecho a la ciudad, tal como lo establece la Constitución de la Ciudad de México. Entre ellas destacan: la regulación de las viviendas de ocupación temporal, el fortalecimiento de la vivienda pública en arrendamiento, la protección del patrimonio barrial, la creación de un Observatorio de Suelo y Vivienda, y programas específicos para fortalecer el comercio local y la economía de barrio.
Lecciones pueden tomarse de otros países. En Berlín, por ejemplo, el referéndum de 2021, impulsado por movimientos sociales, mostro como una sociedad organizada puede exigir a sus autoridades la regulación del mercado inmobiliario, incluso proponiendo la expropiación de viviendas en manos de grandes fondos de inversión. En Barcelona, se han aplicado severas restricciones a las plataformas digitales de renta temporal para detener el éxodo de vecinos de barrios emblemáticos como el Born o la Barceloneta. Ámsterdam, por su parte, ha implementado políticas para evitar que nuevos desarrollos inmobiliarios sean adquiridos por fondos internacionales, destinándolos en su lugar a vivienda social.
Todas estas ciudades han comprendido que el mercado, por si solo, no garantiza justicia urbana. Es necesaria la acción decidida del Estado para proteger el derecho a la vivienda y el arraigo comunitario frente a las lógicas depredadoras del capital.
En este sentido, el Plan Maestro de la Ciudad de México se inscribe en esta tendencia internacional de políticas públicas que buscan proteger a las personas por encima de los intereses del mercado. Su enfoque reconoce que el problema no es solo de vivienda, sino de permanencia, de identidad y de derechos culturales.
Además, es importante señalar que este tipo de estrategias no solo protegen a los sectores vulnerables, sino que garantizan la diversidad social, económica y cultural de la ciudad, evitando su transformación en espacios homogéneos destinados únicamente a un segmento de alto poder adquisitivo. Mantener la mezcla social es clave para una urbe vibrante, democrática y plural.
En un contexto global donde muchas ciudades han optado por políticas permisivas frente a la gentrificación, la Ciudad de México envía un mensaje claro: la vivienda es un derecho, no una mercancía. La defensa del arraigo comunitario, la preservación del patrimonio cultural y la regulación de los mercados inmobiliarios son parte de una agenda que busca proteger a quienes han dado vida, historia y sentido a estos barrios.
La Jefa de Gobierno, Clara Brugada Molina, ha entendido que el combate a la gentrificación no es una lucha contra el cambio urbano per se, sino contra las formas injustas y desiguales de ese cambio. Por ello, su administración apuesta por un modelo de ciudad donde el progreso no implique desplazamiento, y donde la modernización no borre la memoria.
En tiempos donde el acceso a la vivienda se ha convertido en uno de los grandes retos globales, la Ciudad de México ofrece una hoja de ruta para pensar nuevas formas de habitar y defender el derecho a la ciudad. Esa es la apuesta: construir un futuro donde las ciudades no sean expulsoras, sino acogedoras; donde la modernización no sea sinónimo de desarraigo, y donde la vivienda siga siendo un derecho garantizado para todas y todos.
Senadora de la República