Por Miguel Rubio Godoy

No, no me refiero a esos escuincles majaderos que todos hemos padecido, ni a los chamacos insufribles que a veces aparecen en los salones de clase. Me refiero a unos Niños —así, con mayúscula— cuyas travesuras dejan secuelas a escala global: El Niño y La Niña, los fenómenos que cada ciertos años modifican la temperatura superficial, las corrientes oceánicas y atmosféricas y, en consecuencia, el clima del planeta.

El nombre de El Niño proviene de la época colonial sudamericana. Cada cierto tiempo, cerca de la Navidad, los pescadores peruanos notaban que el mar frente a sus costas se calentaba inusualmente. Como este fenómeno se presentaba cerca de la natividad de Jesús, lo bautizaron como la corriente del Niño. Pero este Niño, en vez de traer regalos, suele traer problemas: el agua caliente ahuyenta a los peces, afectando a las especies que dependen de ellos —aves, mamíferos marinos y comunidades humanas—; altera el funcionamiento de los ecosistemas, incrementa la evaporación y la probabilidad de lluvias, y cambia tanto las corrientes marinas como los vientos. Todo esto no se limita a Sudamérica: el impacto puede extenderse hasta el centro del océano Pacífico… y mucho más allá.

El Niño es, además, caprichoso: puede presentarse cada tres a ocho años, sin un patrón fijo. A veces pasa inadvertido; otras, se manifiesta con fuerza y provoca alteraciones climáticas de escala planetaria. Luego de esta fase cálida, llega una etapa de transición y más tarde una fase fría, conocida como La Niña, caracterizada por aguas más frías, inviernos más crudos y menos lluvias.

La primera descripción científica formal del fenómeno se hizo en 1893. Aunque su complejidad —por la cantidad de factores que lo determinan— sigue siendo enorme, cada vez se comprende mejor. Hoy sabemos que el ir y venir entre El Niño y La Niña, conocido como Oscilación del Sur (de ahí la abreviatura ENSO, por El Niño–Southern Oscillation), constituye la fluctuación interanual más poderosa del sistema climático global.

Durante la etapa cálida de El Niño, las aguas más calientes del Pacífico desplazan a los peces frente a Sudamérica, afectando a aves, mamíferos marinos y, por supuesto, a las comunidades humanas que dependen de la pesca. El aumento de la temperatura del mar eleva la evaporación y la temperatura ambiental, lo que incrementa la probabilidad de lluvias torrenciales, deslaves e inundaciones. Las condiciones cálidas y húmedas favorecen también la propagación de bacterias y mosquitos transmisores de enfermedades como cólera, dengue, zika o chikungunya.

Al modificarse la temperatura del mar, cambian también la salinidad, la estratificación de las aguas y las corrientes de viento. En condiciones normales, los vientos del Pacífico tropical soplan de este a oeste, alejándose del continente americano. En años del Niño, el sentido se invierte: los vientos soplan del océano hacia América, arrastrando humedad que se descarga en forma de lluvias torrenciales en nuestro continente, mientras al otro lado —en la India o África oriental— se padecen sequías severas que afectan cosechas y aumentan los incendios.

La Niña, que ya ha sido anunciada para finales de este año o principios de 2026, traerá una colección de efectos opuestos, y uno muy perceptible para todos: un invierno más frío y riguroso. Conviene ir sacando las chamarras.

Aunque aún no se comprenden del todo los mecanismos internos del ENSO, se sabe que el calentamiento global podría intensificar su variabilidad: lloverá más, pero de forma más irregular y concentrada hacia el Pacífico oriental —más cerca de las costas americanas—, y los impactos del fenómeno se sentirán cada vez más lejos, hacia los extremos norte y sur del continente.

Sabemos que al aumentar la temperatura global se inyecta más energía al sistema climático, lo que acelera y amplifica los eventos. Si de por sí estos Niños hacen de las suyas, en plena era del Antropoceno seguir saturando la atmósfera de gases de efecto invernadero equivale a darles dulces a unos niños hiperactivos antes de acostarlos. Los modelos climáticos muestran una tendencia ascendente con picos y valles —como un electrocardiograma—: esos sobresaltos son justo los que hemos estado viviendo en años recientes. Olas de calor, sequías, incendios, y luego lluvias descomunales que arrasan con todo.

¿De verdad queremos seguir dándoles dulces antes de dormir?

 Colaborador para Celsius Media

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