Por Bernardo A. Bastien Olvera.
Los manglares no emiten facturas por los servicios que prestan. No cobran por proteger comunidades de huracanes, amortiguar marejadas o capturar carbono. Pero cuando desaparecen, el precio se siente en vidas, hogares e infraestructura pública. Lo vimos en Acapulco con el huracán Otis en 2023: la devastación no fue solo por la intensidad del fenómeno, sino por la ausencia de estos ecosistemas, destruidos en aras de intereses económicos a corto plazo. La tragedia expuso una verdad fundamental: los manglares no solo son naturaleza con la cual conectar, sino que son esenciales para nuestra supervivencia frente a los desastres climáticos.
El interés creciente por capturar carbono, a falta de voluntad política por reducir emisiones ha puesto en marcha una "fiebre de oro climática", respaldada por grandes inversiones de figuras como Bill Gates y Jeff Bezos. Los manglares, debido a su capacidad para capturar carbono, han sido a cierto punto absorbidos por esta narrativa. Es cierto que son una pieza clave en la lucha contra el cambio climático, ya que fijan gases de efecto invernadero en sus suelos a niveles inigualables por otros ecosistemas. Sin embargo, el peligro de reducir a los manglares a simples "sumideros de carbono" es real. Al hacerlo, ignoramos su papel integral como ecosistemas vivos y su impacto directo en las comunidades locales.
El poder de los manglares no se limita a su capacidad de captura de carbono. Durante el huracán Otis, los hogares cercanos a estas barreras naturales sufrieron menos daños. Su intrincado sistema de raíces disipa la energía de las marejadas y protege las costas de una manera que difícilmente alguna tecnología actual podría replicar. Sin embargo, estas funciones esenciales a menudo quedan fuera de las narrativas centradas exclusivamente en su valor como herramienta de captura de carbono. Este enfoque simplista no solo pone en riesgo su conservación, sino también la seguridad de las comunidades costeras.
Al priorizar intereses económicos en instrumentos como los bonos de carbono, existe el riesgo de que los proyectos de restauración excluyan a las comunidades locales. Pero cuando estas comunidades participan activamente en el diseño y manejo de proyectos, los beneficios se distribuyen de manera más equitativa. Este modelo no solo recupera ecosistemas funcionales, sino que también garantiza que los manglares ofrezcan todos sus beneficios: desde la protección frente a desastres naturales hasta la conservación de la biodiversidad y el sustento de medios de vida. La clave está en integrar el conocimiento local y la planificación comunitaria para maximizar su impacto.
Es importante recordar que los manglares, aunque esenciales, no son una solución mágica para el cambio climático. Sin una transición energética global y una reducción significativa de emisiones, su impacto será limitado. Además, el cambio climático amenaza su propia existencia, empujándolos a sus límites térmicos y reduciendo su capacidad para brindar servicios vitales. Restaurar manglares debe ir de la mano de compromisos reales para frenar las emisiones y diseñar estrategias que los fortalezcan a largo plazo.
El huracán Otis nos recordó el alto costo de ignorar estos ecosistemas. Imaginar un futuro en el que los manglares restaurados protejan a las comunidades y mitiguen el calentamiento global no es solo deseable, sino necesario. Con una gestión justa y estratégica, estos proyectos pueden marcar la diferencia, convirtiendo a los manglares en aliados que no solo capturan carbono, sino que también resguardan vidas y fortalecen el vínculo entre las personas y la naturaleza.
Colaborador de Celsius Talks e investigador del Instituto de Ciencias de la Atmósfera y Cambio Climático de la UNAM y del Instituto Europeo de Economía y Medioambiente.