Por Iván Carrillo, editor de Celsius Media
Recuerdo un instante que me marcó. Caminaba por un acantilado en la Sierra de San Pedro Mártir, en Baja California, cuando el cielo se oscureció de repente: un cóndor de California —cuya envergadura roza los tres metros— planeaba sobre nuestras cabezas. Ese momento, capturado en el documental Última llamada: seis especies contra la extinción (2023), no fue solo una imagen poderosa. Fue una prueba viviente de que, sí, algunas especies pueden volver. Ese cóndor, como la guacamaya roja, el borrego cimarrón, el berrendo o el bisonte americano, especies que de alguna han vuelto a su lugar de origen en México, son testimonio de que la esperanza también puede ser una herramienta de conservación.
Pero el escenario general dista de ser alentador. Vivimos lo que los científicos llaman la sexta extinción masiva. A diferencia de las cinco anteriores —provocadas por meteoritos, glaciaciones o supervolcanes— esta tiene un origen claramente humano. Según el informe IPBES (2019) respaldado por la ONU, hasta un millón de especies podrían desaparecer en las próximas décadas. Y no estamos perdiendo solo belleza o rareza: estamos perdiendo equilibrio, funcionalidad, resiliencia. Futuro.
Estudios recientes (Ceballos, Ehrlich & Raven, Science Advances) alertan sobre un “aniquilamiento biológico”: la tasa actual de extinción es entre 100 y 1,000 veces mayor que la natural. Muchas veces, ni siquiera llegamos a conocer a las especies que desaparecen. Es como quemar una biblioteca sin haber leído sus libros. ¿Cómo proteger lo que ni siquiera sabemos que existe?
Hay ejemplos que nos golpean. El dodo, extinguido en menos de un siglo. El alca gigante, desaparecida en 1844. En México, la vaquita marina agoniza en el Alto Golfo de California. Quedan menos de diez. Su extinción no será una tragedia por ignorancia, sino por falta de voluntad.
Sin embargo, también hay regresos. Los lobos grises reintroducidos en Yellowstone restauraron el equilibrio ecológico del parque. En Gran Bretaña, la mariposa azul volvió tras haber sido declarada extinta. El rinoceronte blanco del sur pasó de menos de cien ejemplares a más de 18,000 gracias a décadas de esfuerzo coordinado.
En todos estos casos hay ciencia: biología de la conservación, restauración ecológica, genómica, ciencia ciudadana. Herramientas que nos permiten conocer, mapear, conectar, cuidar. Pero ninguna de ellas basta sin voluntad política, sin presión social, sin una ética que reconozca que cada especie es un hilo esencial del tapiz de la vida. Cortar uno puede deshilachar el todo.
Hablar de biodiversidad no es hablar de ballenas lejanas ni de jaguares míticos. Es hablar de salud, de alimentación, de clima, de agua. De nosotros. La biodiversidad no es un lujo del planeta. Es su sistema operativo.
Lo que vi durante la filmación de Última llamada no fueron solo especies en riesgo: vi comunidades luchando, científicos persistiendo, pueblos enteros convencidos de que sí se puede. Y a veces, se puede.
Estamos en un punto de inflexión. La historia no nos juzgará por lo que supimos, sino por lo que hicimos. Este Día de la Biodiversidad no es un homenaje nostálgico. Conservar no es un acto romántico, es un acto político. Es construir el futuro.