Por Iván Carrillo
Eran los tiempos de la prehistoria digital. La fotografía se hacía con resortes, plata y gelatina. En una de esas haciendas henequeneras de Yucatán que parecen haber sido planeadas dentro de una novela de García Márquez, me confundieron con Sebastião Salgado. No fue un error menor. Fue un error de cinco estrellas.
Participaba como agregado en el Proyecto India-México-Vientos Paralelos, una exposición y un libro urdido por la curadora Natalia Gil y Patricia Mendoza, entonces directora del Centro de la Imagen. Yo era un bisoño periodista y el destino me había llevado a jugar el papel de guía en este proyecto que pretendía mostrar fotográficamente los paralelismos entre el país asiático y México.
Ahí coincidí con figuras que yo solo conocía por los créditos de sus libros: Raghu Rai, el gran ojo de la India y la sombra fotográfica de la Madre Teresa; la apenas nombrada premio Princesa de Asturias, Graciela Iturbide, que había guiado a nuestra comitiva por el Jardín Botánico de Toledo, en Oaxaca; y Sebastião Salgado, quien ya había recorrido y fotografiado ambos países, pero cuya aura en el proyecto se sentía incluso en su ausencia. Como guía aprendiz que era, me limitaba a atestiguar el momento. Tenía a mi favor que era buen viajero, no temía meterme a ambientes desconocidos y me movía la emoción de estar junto a aquellos gigantes de la imagen de los que pretendía devorar sus ideas con el hambre de quien entra a un buffet al cuarto para las doce.
Habíamos recorrido Michoacán, Oaxaca, Chiapas y finalmente aterrizamos en el trópico húmedo del sureste. Raghu Rai, un maestro de la fotografía acostumbrado a trabajar intensamente y disparar el obturador cientos de veces sobre un mismo encuadre con tal de insuflar el negativo de la fascinación con la que miraba, estaba visiblemente agotado. Cada escenario que captaba era para mí una lección de observación y lucidez. Ponía, como decía Cartier-Bresson, el ojo, la cabeza y el corazón en un mismo eje. Pero esa misma intensidad, prolongada durante las semanas de trabajo de campo, comenzaba a pasarle factura y yo, que había sido su paje durante días —su intérprete, su guía, su sombra en territorio mexicano—, acusaba un cansancio legítimo. Pero el daba las órdenes. Más de una vez me pregunté si el artista de la India no estaba tropicalizando su jerarquía de castas. Su disciplina inquebrantable me hacía sentir un poco explotado... en el sentido amable del término, si es que lo hay.
Esa noche llegamos a la Hacienda José Cholul. Mosquitos, calor y silencio. A esas alturas ya éramos sombras pegajosas. El personal de la hacienda, amable como pocas veces he visto, nos fue depositando en nuestras habitaciones. La mía era un delirio: una galería enorme, cama imperial y, tras una puerta de madera rústica, una alberca turquesa que resplandecía en medio de la jungla. "Aquí durmió Bill Clinton", me dijo el hombre que me ayudó con el equipaje. Lo despaché con un billete arrugado de cincuenta pesos que encontré en mi bolsillo y me apresuré a meterme al agua tibia con una cerveza y contemplar la oscuridad selvática. Me sentí culpable por cinco minutos.
A la mañana siguiente, mientras la comitiva terminaba de desayunar y yo empacaba mi mochila, Raghu tocó a mi puerta. El descanso imperial que acababa de pasar se sentía como una gran tregua ante sus dictados. Le abrí con una gran sonrisa: Pasa, le dije. Entró, miró alrededor y, como quien descubre una conspiración, soltó: "Es mucho más grande que la mía". “¿En serio?”, repliqué, “qué raro", y luego repetí mecánicamente: "Aquí durmió Clinton".
Cuando Raghu se fue, hice un paneo lento por toda la habitación. Una forma de despedida, supongo. Entonces reparé en algo que increíblemente había pasado por alto: un arreglo frutal tan descomunal que parecía el resultado de una ofrenda frutal hecha por una coalición de mercados se erigía en una de las mesas. Entre mangos y papayas, una pequeña tarjeta discretamente colocada decía: "Bienvenido a México, Mr. Sebastião Salgado".
Y ahí supe la verdad. No era un malentendido cualquiera. Me habían confundido con el fotógrafo más célebre de Brasil, quizá del mundo, el profeta de la imagen en blanco y negro. Y la confusión me había obsequiado una noche de realeza, un descanso presidencial, de un lujo tan desmesurado que ni el propio Sebastião Salgado —acostumbrado a recorrer el mundo entre refugiados y paisajes apocalípticos— se habría atrevido a fotografiarlo sin ruborizarse.
Quizá nunca vuelva a dormir en la habitación de un expresidente. Pero me queda la certeza de que algunas confusiones no se corrigen: se celebran. Porque, por una noche, fui Salgado. Aunque solo sea en el registro de un hotel.