Iván Carrillo · Celsius Media
Viena.— Camino por los pasillos del Palacio Imperial de Hofburg y no dejo de pensar en la paradoja. En estas salas de espejos y alfombras elegantes, donde la dinastía de los Habsburgo gobernó durante siglos uno de los imperios más extensos de Europa, se tomaron decisiones que marcaron la historia del continente. Y fue en esta misma ciudad donde, en el siglo XIX, el Congreso de Viena redibujó el mapa político tras las guerras napoleónicas. Hoy, en ese mismo escenario histórico, no se discuten coronas ni territorios conquistados, sino cómo evitar la próxima explosión nuclear.
Estoy aquí para atestiguar el desarrollo de la Conferencia de Ciencia y Tecnología (SnT 2025) del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT), el organismo que desde hace casi tres décadas vigila, escucha y mide cada vibración de la Tierra para detectar pruebas atómicas. El secretario ejecutivo, Robert Floyd, lo resumió con una frase que resonó en la sala de la conferencia plenaria: “Hiroshima fue la primera, Nagasaki será para siempre la última. Esa es nuestra responsabilidad compartida”.
Mientras lo escuchaba, pensaba en cómo la ciencia y la tecnología se ha convertido en este tema en una especie de conciencia planetaria. El Sistema Internacional de Vigilancia (International Monitoring System, IMS) detecta entre 30 y 35 gigabytes de datos al día, una malla invisible que escucha los océanos, los cielos y las entrañas de la Tierra. Esa red no solo sirve para descartar rumores —como lo hizo el año pasado con un movimiento telúrico en Irán que algunos interpretaron como posible prueba nuclear, que terminó por no serlo—, también se ha convertido en un recurso para monitorear terremotos, tsunamis o incluso el cambio climático.

El IMS está compuesto por 321 estaciones y 16 laboratorios distribuidos por todo el mundo. Su sofisticación radica en combinar cuatro tecnologías: la sismología, capaz de distinguir un terremoto natural de una detonación subterránea; la hidroacústica, que capta ondas en los océanos; el infrasonido, sensible a explosiones en la atmósfera; y los radionúclidos, que detectan partículas y gases radiactivos liberados tras una prueba. Cada estación transmite datos en tiempo real a Viena, donde son analizados y validados por expertos humanos. Esa precisión ha permitido que la red colaborativa internacional —de la que México forma parte— se convierta en una de las mayores infraestructuras científicas del planeta.
Lo fascinante es ver cómo, en un tiempo de desconfianza y polarización, la ciencia logra tender puentes. En los pasillos del Hofburg se habla de inteligencia artificial, de sensores de gases nobles, de nuevas estaciones en lugares remotos de Australia o África, pero lo que realmente está en juego es la posibilidad de mantener a raya los ensayos nucleares y, por lo tanto, la carrera armamentista.
El último ensayo nuclear detectado ocurrió en 2017, en Corea del Norte. En la actualidad nos encontramos próximos a alcanzar el periodo más largo desde 1945 sin una explosión atómica. Sin embargo, el CTBT sigue sin entrar en vigor porque varios países con armamento nuclear se resisten a firmarlo o a ratificarlo. En este escenario, la ciencia y la diplomacia se presentan como dos pilares inseparables: la primera aporta las capacidades tecnológicas y los hechos científicos para detectar ensayos y generar confianza, mientras que la segunda establece el marco legal, impulsa las ratificaciones y sostiene la voluntad colectiva para evitar nuevas pruebas. Como subrayaron el secretario ejecutivo Robert Floyd y otros oradores en Viena, el futuro del tratado depende de una “responsabilidad colectiva” y del “compromiso de todos los Estados”.