Eran las 2:30 de la tarde. Daniel manejaba por la autopista Morelia-Querétaro, en el centro del país. Iba acompañado de dos amigas, una de ellas embarazada, en un Nissan Versa 2020 de su empresa. Nada llamativo ni lujoso. Un par de kilómetros antes de llegar a la caseta de Valtierrilla, que sirve como salida a Salamanca, ya en el estado de Guanajuato, una camioneta blanca marca Chevrolet le dio alcance. Comenzó a echarle las luces altas y desde el interior encendieron unas torretas rojas y azules como las de la policía. Daniel dudó que en realidad fuera alguna autoridad, pero la camioneta se emparejó y el copiloto le enseñaba una especie de placa, ordenándole que se orillara, así que lo hizo.
De la camioneta bajaron al menos tres hombres con armas largas y perfectamente uniformados. Le pidieron a Daniel que permitiera una revisión. Una vez que abrió la puerta, él y la mujer que iba de copiloto fueron obligados a subirse atrás del Versa, mientras los criminales los encañonaban. Ya en ruta, los delincuentes cubrieron a las víctimas con sábanas y chamarras. Después de varios minutos en un viaje que incluyó al menos cuatro paradas en la periferia de Salamanca, detectadas gracias al GPS del coche, Daniel y sus acompañantes fueron llevados a una casa de seguridad. Ahí, además de quitarles carteras, joyas por sencillas que fueran, y hasta las monedas, los criminales reclamaron el mayor botín. Uno de ellos sacó una terminal de cobro, como la de cualquier restaurante o negocio establecido, y comenzó a pasar las tarjetas por distintos montos. Luego, otro obligó a las víctimas a abrir sus aplicaciones de banco. Las mujeres tenían montos apartados de 10 mil y 26 mil pesos. Daniel tuvo peor suerte. Entraron a la cuenta de su pequeña empresa con 486 mil pesos en fondos para pagos de nómina y proveedores. Los criminales se transfirieron todo el dinero.
Dos horas después, según los cálculos de Daniel, los delincuentes los subieron de nuevo al Versa. Otra vez tapados, otra vez a la carretera donde todo comenzó. Y debajo de un puente que cruza el camino los aventaron, incluida a la mujer embarazada, no sin antes amenazarlos con que si denunciaban irían por ellos, porque tenían sus credenciales para votar con domicilios. A los pocos minutos, pasó un taxi. Daniel le hizo la parada, relató lo que acababa de pasar y el chofer los llevó a Querétaro capital, que era su destino original.
A pesar de la advertencia, Daniel decidió denunciar para que el seguro le hiciera efectivo el pago del coche y ahí vino otro calvario. En Querétaro, su tierra natal, la fiscalía le dijo que no podían hacer nada porque todo sucedió en Guanajuato. Así que Daniel tuvo que regresar a ese estado, el mismo donde lo despojaron y que cruza dos veces por semana. Horas de espera, autoridades haciendo hasta lo imposible por disuadirlo.
Con la denuncia en mano, Daniel cayó en la cuenta. Kilómetros antes del asalto, había pasado un retén de la policía estatal de Guanajuato. ¿Habrán sido ellos mismos? ¿Son cómplices? Daniel es la cuarta persona que relata una historia idéntica para esta columna. Él “tuvo suerte”. Otras víctimas, además del robo, recibieron golpes, torturas psicológicas. Otras víctimas no vieron a hombres uniformados sino a encapuchados, desaliñados y escuálidos que no pasaban los 20 años. Otras víctimas cayeron a las 8 de la mañana o a las 9 de la noche. Otras víctimas iban en mejores y peores coches. La única coincidencia es la ruta del terror y la manera en que les dan alcance. 50 kilómetros en donde el único que manda y gobierna es el crimen organizado y desorganizado, mientras la autoridad en Guanajuato está cruzada de brazos.
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