En México ha habido muchas reformas a la Constitución con más forma que sustancia. De ahí que, para muchos, las iniciativas propuestas por el presidente y su sucesora podrían parecer algo común y hasta intrascendente. Sus objetivos son variopintos: algunos cambios positivos, como la ampliación de los derechos de las comunidades indígenas y afromexicanas o la base del salario adecuado y digno para el magisterio, las policías y el personal de salud; junto a temas criticables, como la ampliación del catálogo de ilícitos que ameritan prisión preventiva oficiosa y la regresión estatista en el sector energético.
Sin embargo, el verdadero fondo de las iniciativas es una alarmante modificación fundamental a nuestro régimen constitucional: la militarización definitiva de la Guardia Nacional y la permanencia de las Fuerzas Armadas en funciones civiles; la desaparición de órganos autónomos que (aún) garantizan el ejercicio de derechos –como el INAI– y libertades –como el IFT y la Cofece. La reforma al Poder Judicial cancelaría su independencia y eliminaría los contrapesos al Ejecutivo, mientras que la reforma electoral podría marcar el fin de las elecciones equitativas y competitivas.
Podría incluso argumentarse que el llamado “Plan C” modificaría aspectos tan centrales de nuestra Ley Fundamental que su éxito sería equivalente, en los hechos, a la aprobación de una nueva Constitución. La reforma militarista, por ejemplo, alteraría artículos que se han mantenido sin cambios desde 1917 –lo cual da una idea de su trascendencia–, con el único propósito de seguir abusando de nuestras Fuerzas Armadas al asignarles aún más tareas que no les corresponden.
Nuestra Constitución no es un simple conjunto de normas abstractas: es la traducción de una gran visión soberana fundada en principios, valores, objetivos y aspiraciones de la comunidad nacional, así como los medios para hacer valer los primeros y alcanzar los segundos. En ella están plasmadas ideas esenciales que adquieren su vigencia como ley, mediante una representación popular legítima, cuando una mayoría legislativa –resultado de las urnas y la construcción de acuerdos plurales– es capaz de cristalizar aquellos consensos nacionales en reglas generales.
El oficialismo carece de la legitimidad necesaria para imponer una nueva Constitución, más aún si se ignora el 45% de la votación de las minorías con una falsa interpretación del mandato de las unas. No se niega el respaldo mayoritario que la ciudadanía le otorgó al gobierno y su coalición, como tampoco puede negarse la representación –minoritaria, pero no menos legal y legítima– que las oposiciones ganaron en la misma elección. Por ello, si la coalición oficial logra que ese resultado se convierta en una mayoría calificada, será únicamente por la conjunción del pacto entre dirigencias partidistas y la omisión o complicidad de las autoridades electorales.
Vale la pena insistir: Morena y sus aliados no tienen el mandato para reformar la Constitución a su antojo. Tienen, eso sí, un mandato claro para trazar un rumbo y encabezar su construcción mediante acuerdos que incluyan a las minorías políticas, que hoy representamos a millones de ciudadanas y ciudadanos. Nuestra Ley Fundamental no es patrimonio exclusivo de una mayoría electoral: es el reflejo normativo de los grandes consensos nacionales.
La República Federal, el civilismo, la autonomía del Poder Judicial, las instituciones que dan viabilidad a los derechos y las reglas para la renovación democrática del poder público son ejemplos de esos consensos nacionales. Y son el fundamento de la República misma. Imponer alteraciones al alma de nuestro acuerdo social al ignorar la representación de millones de personas que votaron libre y democráticamente para que haya contrapesos legislativos es una vulgar ambición tiránica; un atropello legal y una pretensión ilegítima.
Senadora de la República