El reciente asesinato del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos Catalán, junto con una cadena de homicidios de autoridades civiles y militares, y la falta de respuesta eficaz por parte de las autoridades, muestran que Guerrero se ha convertido en un Estado fallido. La situación exige recuperar con urgencia la gobernabilidad para comenzar un proceso de reconstrucción institucional y social de largo aliento.
Hace siete meses, en estas mismas páginas (Las aristas de la crisis en Guerrero), advertí que la crisis guerrerense ponía en riesgo la viabilidad institucional misma del Estado, con altos costos para las personas, su bienestar y sus derechos.
Hoy la descomposición del entramado institucional ha alcanzado niveles críticos. En cuestión de semanas, la capital del estado perdió a su presidente municipal, a su secretario del ayuntamiento y al militar en activo que se perfilaba como su secretario de seguridad. Esta secuencia revela no solo el descaro del crimen organizado, sino también la total erosión de la autoridad estatal. Los grupos criminales operan con una impunidad que desafía cualquier noción de Estado de derecho.
Lo más alarmante es la facilidad con la que el crimen organizado puede desarticular cualquier intento de cambiar el rumbo. El caso de Alejandro Arcos es paradigmático: no alcanzó a cumplir una semana en el cargo para el cual fue electo. Su asesinato es una muestra de la estrategia sistemática de las organizaciones criminales para imponer su poder sobre las autoridades civiles.
Guerrero presenta todos los indicadores de un Estado fallido: pérdida del monopolio legítimo de la fuerza y crecimiento de la violencia ilegítima; infiltración criminal de las instituciones; incapacidad para garantizar servicios básicos y una economía progresivamente controlada por grupos delictivos. La extorsión y el control de industrias legales, desde el transporte público hasta el comercio local, han creado una estructura paralela de mando no gubernamental que supera al Estado.
Las últimas palabras públicas del alcalde Arcos Catalán, prometiendo trabajar por “un Chilpancingo de paz”, resuenan ahora como un testimonio trágico de la imposibilidad de ejercer las funciones de gobierno en las circunstancias actuales. La intersección de esta crisis de violencia con desastres naturales como el huracán John –que dejó 270,000 afectados en 29 municipios– profundiza la vulnerabilidad de una población que enfrenta, además, desafíos estructurales e históricos.
Esta crisis exige un cambio de paradigma. Es necesario reconocer que las estrategias convencionales de seguridad han fracasado rotundamente. En este punto, Guerrero necesita un programa integral de reconstrucción institucional no tan distinto de los que se implementan en sociedades postconflicto: recuperar el territorio, reconstruir el sistema de justicia, impulsar programas de desarrollo económico y una reforma profunda de las instituciones de seguridad.
El tiempo de las medidas parciales ha terminado. Si no se emprende una reconstrucción total del estado, Guerrero seguirá hundiéndose en una espiral de violencia donde la única “ley” será la de los grupos criminales. La tragedia de Chilpancingo, más que un caso local, es una representación de lo que puede suceder en otras regiones de México si no se toman medidas urgentes para revertir el colapso institucional.
Diputada federal