En los últimos días, el debate público nacional se ha concentrado, con justa razón, en asuntos tan graves como la militarización de la seguridad pública, los embates contra la libertad de expresión, la concentración de poder en el Ejecutivo Federal y la construcción de un sistema de vigilancia masiva sin precedente. Entre todos los temas que exigen nuestra atención, hay uno que no puede pasar desapercibido.

A dos meses de que se integre la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación, el máximo tribunal se enfrenta a una decisión trascendental sobre las figuras que encarnan la faceta más autoritaria de nuestro sistema penal: el arraigo y la prisión preventiva oficiosa. La deliberación de dos asuntos en particular podría sentar un precedente histórico para los derechos a la presunción de inocencia y el debido proceso.

Por un lado, el expediente 3/2023 –a cargo del ministro Jorge Pardo Rebolledo– que atiende el incumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso García Rodríguez vs. México. En 2023, la resolución ordenó al Estado Mexicano a reformar nuestra Constitución, al considerar que el arraigo y la prisión preventiva –presentes en la Norma Suprema– son medidas violatorias de derechos fundamentales.

El reconocimiento de que nuestro país desacató la sentencia interamericana se traduciría en la obligación de inaplicar dichas figuras. Sobre todo, implicaría la admisión explícita de la fuerza vinculatoria de una resolución internacional sobre el orden jurídico nacional, incluso tratándose de disposiciones constitucionales. Sería una gran noticia para nuestro régimen de derechos.

Por otro lado, en la revisión de la acción de inconstitucionalidad 49/2021, la ministra Margarita Ríos-Farjat ofrece una solución innovadora. No elimina la prisión preventiva oficiosa, propone reinterpretarla: que el mandato para las personas juzgadoras sea deliberar sobre la procedencia de la medida con base en los elementos de prueba, no aplicarla en automático.

Quizá su principal mérito radica en la búsqueda del equilibrio entre la protección de los derechos y las preocupaciones sobre la seguridad pública Si bien es un proyecto sólido, su aprobación exige ocho votos –a diferencia del proyecto del ministro Pardo, que requiere únicamente seis–. En el contexto político actual, su destino es incierto.

Sea cual sea el desenlace en ambos casos, es necesario que el arraigo y la prisión preventiva oficiosa vuelvan a tener un espacio prioritario en la discusión pública. No sobra decir que la lucha contra estas figuras violatorias de derechos no es coyuntural, ni una agenda partidista.

Su vigencia es una deuda del sistema de justicia penal y su eliminación es una exigencia ciudadana que muchas personas hemos acompañado desde distintas trincheras. En mi caso, desde el Congreso de la Unión: con iniciativas para eliminar el arraigo y con mi voto contra las múltiples ampliaciones de la prisión preventiva oficiosa que el oficialismo ha aprobado en años recientes.

La Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal ha solicitado a la actual integración de la Suprema Corte abstenerse de pronunciarse sobre estos asuntos, argumentando que le corresponden a los ministros y ministras que rendirán protesta en septiembre. Indirectamente, se cuestiona la legitimidad de quienes la integran en este momento.

No obstante, los actuales ministros tienen el mandato de cumplir con su responsabilidad constitucional hasta el último día de su cargo. Además, tienen toda la legitimidad para hacerlo. Una legitimidad que no se sustenta en una cuestionable elección –plagada de irregularidades, con una participación marginal– sino en el desempeño de sus funciones.

Durante años, el tribunal constitucional ha rendido cuentas a través de sus sentencias: protegiendo nuestra privacidad y nuestros datos personales, reconociendo plenamente el derecho al libre desarrollo de la personalidad, así como defendiendo los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres mexicanas, por mencionar sólo algunos casos. Hoy la Suprema Corte tiene la oportunidad de cerrar una etapa histórica con una decisión histórica. El momento es ahora, o no será nunca.

Diputada federal

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