Ni las amenazas al INE ni el amedrentamiento a quitar apoyos sociales ni la violencia en algunas casillas —por fortuna escasa—, vamos, ni la pandemia y la descarada forma de acelerar la vacunación para granjearse votos lograron que el partido del titular del Ejecutivo se colgara por segunda vez de la desesperación como en la elección pasada. Nada de carro completo. Al contrario, el país que comenzamos a vivir es el verdadero: con equilibrios, con mesura y, esperamos conforme a la nueva conformación de la Cámara de Diputados, sin borregada que acepte sin quitar una coma las decisiones mesiánicas.

Tanto y tanto insistió el Presidente en que el Instituto Nacional Electoral era el enemigo a vencer y lo primero que hizo, dadas las ventajas de su agrupación política en estados y municipios, que no jugó la carta mágica de los otros datos. Por el contrario, se apegó extrañamente a la realidad que ofreció el INE, una institución ciudadana, responsable, capaz de organizar con mexicanos que participan voluntariamente unas elecciones como las que acabamos de vivir.

La Ciudad de México, que se antojaba inclinada morenísticamente por décadas, ahora está pareja, dividida entre el partido en el poder y la oposición, encabezada por el PAN. Perder o compartir el triunfo del centro es muy significativo: desde ahí se gobierna a través del Presidente y la propia alcaldía en donde reside, la perdió. Tlalpan, en donde votó la actual jefa de gobierno, también la perdieron. Entonces, esa gran “aceptación” de la que hablan las encuestas respecto del propio López Obrador, o no reflejan lo que piensa el ciudadano —lo cual habla muy mal de tales casas encuestadoras— o se equivocaron por mucho y ya podrían dedicarse a cualquier otra cosa menos a generar la idea de la tal aceptación. El morenismo perdió la ciudad que había ganado con amplitud y sobran las razones para explicarlo, particularmente la violencia impune que se vive en toda la urbe —secuestros, asesinatos, violaciones, robos a mano armada, cobros de piso y demás— y desde luego la caída trágica de un tramo de la Línea 12 del Metro que luego de más de un mes no arroja ni a un solo responsable. Ni uno solo. Todo ello, el jugarle a la avestruz, cobra y cobra caro.

Lo mismo ocurrió en el Estado de México, el más poblado de toda la república y en el que mandaba más el crimen organizado que la autoridad. Eso se paga y se paga también muy caro. Una considerable cantidad de municipios hoy son ya de la oposición.

Por otra parte, es verdad que el morenismo se apoderó de estados del corredor noroeste del país. Ya veremos qué sucede cuando sus gobernados —y sus nuevos gobernadores— vean desde el primer día que o se pliegan a los deseos del gobierno central o los dejarán a su suerte aunque lleven el membrete que los hizo ganar. No quisieron sus habitantes tomar la experiencia de otras entidades o sus gobernadores fueron tan detestables que ocurrió lo de la elección pasada: de los males, el menor.

Por lo pronto, la tan deseada mayoría calificada en el Congreso, que le habría permitido al morenismo proseguir con sus ocurrencias y esperpentos lesionando la Constitución, no la obtuvo y lo cierto es que se quedó muy lejos de ese sueño que para el país representaba una severa pesadilla.

La ciudadanía salió a votar y con su voto niveló la balanza del poder absoluto que nos estaba llevando a la absoluta desgracia. Si pensaban que con tres años de desgobierno se iban a quedar con la Cheyén aquella, se quedaron, sí, pero con las ganas.