Es una guerra y hemos de ganarla prácticamente a solas. El Covid-19 no se va a esfumar. Por el contrario, está aquí, entre todos, invisible, al acecho.
Pero es un virus, sólo eso, un chingado virus que además proviene de una familia de microbichos, así que no es desconocido ni llegó del espacio sideral. O sea que le duelen los trancazos. Y al final es posible derrotarlo.
En países mucho más avanzados que el nuestro —o sea, casi todos en el mapa— hay ejércitos de médicos, investigadores, camas de hospital y respiradores en espera de que llegue el siguiente contagiado para salvarlo.
Aquí, no.
Aquí vamos a pelear en grupos muy reducidos —la familia nuclear, los amigos más cercanos, los compañeros de trabajo que estén conscientes de que esto es real— porque no contamos, ni contaremos, con hospitales que se construyan en una semana (al estilo chino, mira por dónde), ni respiradores en caso de que lleguemos al escenario tres, ni suficientes reactivos para realizar la prueba a todo aquel ciudadano que se considere portador.
Aquí, el titular del Ejecutivo continúa paseándose, besuqueando y abrazando a cuantas personas se dejan y a quienes no podemos culpar porque después de todo viven en una inocencia médica estructural que es tan antigua como la nación misma. Quien no es inocente y comete una falta incalificable al convocar actos masivos y tocar directamente a muchos de los participantes, es aquel a quien 30 millones —la mitad inocentes, también, y timados porque no ganaron nada— lo colocaron en la silla presidencial. No hay modo de reclamarles, porque, como ha quedado más que demostrado en ya una fuerte cantidad de acciones de gobierno, al votar no supieron lo que hacían. Y estaban en su derecho.
Pero estamos en una guerra por salvar la integridad y la vida propia más la de nuestros seres queridos. Y estamos solos. Mire usted, sería muy simple caerle con toda la responsabilidad al titular de Hacienda porque no dispuso, desde que se conoció el primer caso, de una partida presupuestal emergente para enfrentar al bicho. Pero el de Hacienda no puede hacerlo así nada más: desde que asumió el cargo —la tremenda rifa del tigre— se la ha pasado acomodando y reacomodando fondos de aquí y de allá para tapar los enormes agujeros monetarios que va creando el Presidente a su paso. Y si el país no se hundirá en la absoluta miseria en los meses venideros es por la enorme cantidad de seguros y dineros que a pesar de los pesares adquirieron y manejaron los dos gobiernos federales anteriores. El de Hacienda va encendiendo esos mecanismos con que contábamos y a la par reconstruyendo lo que el titular del Ejecutivo dinamita con sus ocurrencias.
Por eso, justamente, es que el nuevo mirlo blanco del gobierno federal, el muy respetable doctor Hugo López-Gatell —sus méritos como médico y como administrador de recursos para la salud no están a discusión— ha de ir, con gran conocimiento de causa, administrando lo poco que hay en su sector y que pueda dedicarse llegado el caso a salvar a los más afectados por este nuevo Coronavirus. Tirarle, como han venido haciendo incluso políticos que no tienen necesidad de andar a los jitomatazos, es fácil y bajuno. Pero moderar el ánimo de las personas enteradas de la emergencia —de verdad, créame, en la calle parece que es sólo un cuento de hadas— y disponer de las existencias más negociar la compra de equipo nuevo justo cuando todo el mundo quiere adquirir lo mismo, no es un papel sencillo. Mientras López-Gatell insiste en una medida tan necesaria y simple como evitar el contacto al saludarse, a escasos 2 metros de él, de pie, sonríe socarrón el Presidente y en cuanto puede hace lo contrario.
Sí, también los mismos políticos profesionales ahora fuera del poder central dejan ver que el titular de Hacienda y el subsecretario de Salud, casi atados de manos en su labor, deberían renunciar y dar un portazo. Ajá, sí. ¿Y las finanzas públicas? ¿Y la salud frente al virus “que no muere ni nos mata”? Si no renuncian es porque aceptaron un cargo a sabiendas de los inconvenientes que implicaba recibir lineamientos del Presidente y, sin violentarlos, cumplir lo que saben hacer con su profesión y trayectoria. No, no son obradoristas. Ambos eran personalidades en sus ámbitos desde hace ya unos años.
Luego, a la falta de recursos económicos inmediatos y a la ausencia de material médico especializado que puede llegar a requerirse en grandes cantidades, lo único que nos resta es pelar esta guerra ya sea de uno en uno, de dos en dos, de cuatro en cuatro: a solas, en parejas o desde un conjunto cerrado de personas a quienes protejamos y nos protejan. Y cabría decir que el resto del sexenio las diversas peleas sociales que se avecinen las enfrentaremos del mismo modo, pero hoy, en este preciso momento, debemos salvaguardarnos con las medidas que ya conocemos y que implican el menor roce social posible y una incansable higiene.
Si entramos al escenario número tres, acabaremos confinados en casa, como en Madrid, con las consecuentes pérdidas de toda índole para la mayoría de nosotros.
Y no faltará alguno —quizá aquí su escribidor— que salga a una de las ventanas a entonar aquello de: “El mundo se va a acabar: si un día me has de querer, te debes apresurar”.