Quizá con la partida de Pepita Gomís acabó por terminarse el último resquicio de infancia de toda una generación en nuestro país. Si su elevador personal, lector amigo, ha llegado al quinto piso, sabrá y sentirá de lo que hablo. Y si no, entonces se perdió de un México y de una forma de entender la existencia nacional que no ha de regresar jamás. Lo lamento, era un mundo mejor.

Por fortuna, ahí están los videos de los numerosos programas en que Pepita trabajaba. Sólo que las imágenes no vienen con el contexto. La conformación del imaginario que nos nutrió desde luego era más amplio si hablamos de los tempranos años de la década del setenta. Y como había pasado ya la masacre del 68, que difícilmente podríamos recordar de manera personal pero que latía en el aire, diré que el ambiente aquel era limpio pero no inocente.

Cierto, en el tiempo de recreo de la primaria, los juegos –que no incluían pelotas porque estaban prohibidas (con justa razón ante tanto ventanal de los salones)– versaban sobre Ultramán en contra de algún monstruillo que terminaba siempre derrotado. Y sobre Ultraseven, aquel que lanzaba una poderosa daga que traía como tocado sobre el casco. Eso para mencionar a sólo a dos personajes de la televisión –tener una en casa o no, carecía de importancia porque siempre había algún compañero que invitaba a la suya para verla con amigos–, porque en el terreno de los cómics campeaban desde luego Supermán, Batman, El Hombre Araña y como sin saberlo aquello era de lo más incluyente y no todo era luchar por la justicia, también tenía su coto de caza el buen Archie, entre muchas otras posibilidades.

Ahí, en esa génesis de la imaginación, estaba en un sitio de privilegio Pepita Gomís. Las chavalas de la época la apreciaban, me consta. Los varones, niños todavía un tanto alejados de la pubertad pero ya con las ideas muy claras de lo que era la belleza femenina, la veíamos con arrobo. Por eso insistiré en que aquella época era limpia, pero no inocente, no una etapa bobalicona sino un despertar amable sin el agobio actual –se dice y no pasa nada– de la sobreprotección paterna.

Al verla en la pantalla del televisor sabíamos que aquel era un trabajo porque Pepita Gomís era una maestra, no un personaje ficticio. Y, sin embargo, de vez en vez miraba directamente a la cámara a través del encordado de una raqueta para dirigirse al público. Aquello no duraba mucho, pero así fuera un minuto, se establecía de inmediato un lazo de complicidad: me está hablando a mí, sabe de mí, soy importante para ella.

A Pepita Gomís –con maestría por la UNAM con la tesis “Hernán Cortés en la conciencia conservadora y liberal”, dirigida por el catedrático Juan Antonio Ortega y Medina– no busqué entrevistarla ni siquiera cuando su hermana, la siempre querida escritora Anamari Gomís, deslizó en la sobremesa de una comida, hace un par de décadas, la posibilidad. Pero la dejé pasar, como escribió el poeta, cerrando los ojos.

Con la partida de Pepita Gomís se va la pureza de la iniciática formación emocional de todos quienes tuvimos la fortuna de verla en una televisión en blanco y negro. Con ello, me parece, nos vamos quedando solos. La sensación de cálida compañía es la que se pierde. Esto es, termina por acabarse la ilusión que podía percibirse físicamente de que Pepita Gomís, a través de las cuerdas de una raqueta, estaba mirándonos con inquisitiva ternura. Le digo, lector, éramos chavales pero no inocentes, y ella en su dulce proceder lo sabía.

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