Si no fuera por los 500 millones de pesos que se invirtieron en un capricho presidencial, la consulta gansito sería única y puramente de risa.

Claro, desde el ámbito de la política fue un descarado ejercicio para tomarle el pulso a la ciudadanía de cara a la “revocación de mandato” a que se someterá el titular del Ejecutivo en marzo.

Y los promotores de la consulta de hace escasas 48 horas, perdieron de calle. Pero no fue tan sólo ante la ciudadanía que los ignoró olímpicamente, sino ante la preferencia —que no tiene nada de broma sino mucho de verdad— por la barbacoa.

Si haces una consulta en domingo que además coincide con la quincena y tu contrincante es la sacrosanta barbacoa, estás perdido desde la noche del sábado. Las filas para obtener la dotación semanal del preparado eran, como suelen, enormes, multitudinarias, conformadas por personas con el natural deseo de nutrirse con un alimento que alivia las penas del espíritu y, en algunos casos —para los que andan malitos porque se les pasaron un poco los brindis—, es la manera más agradable y civilizada de recuperar la forma humana y tocar tierra con enorme y agradecible suavidad.

Viva usted donde viva, seguro tiene una preferencia dominical en cuanto a lo que se almuerza y sirve prácticamente de comida. La barbacoa propia del altiplano es un cocido, un puchero, que se prepara en cualquier punto del país, y que se consume más en su forma comercial que casera sobre todo porque la manera canónica de prepararla implica realizar el cocimiento de la carne en un horno bajo el nivel del suelo.

Ante eso, o sea, frente a la técnica, el oficio y la tradición de la barbacoa no hay nada qué hacer sino rendirse —vaya paradoja– para salir victorioso. Dice el Presidente que su consulta fue un éxito, que la democracia nunca pierde. Y, bueno, lo que ocurre es que confunde no nada más la gimnasia con la velocidad sino que no ve que su ejercicio inútil —porque la ley no se consulta— fue desdeñado a cambio de unos insuperables tacos de barbacoa y el inefable consomé que los acompaña.

El organismo sobre quien recayó la responsabilidad de organizar el capricho fue el Instituto Nacional Electoral, y su trabajo resultó impecable pese a que no hubo una necesaria partida económica para efectuarla. Las casillas estaban ahí, la forma de ubicarlas era de lo más simple, y sin embargo el país les hizo el vacío, los dejó solos. No al INE, sino a los organizadores del disparate. Y ahí se fueron, no perdamos de vista el dato, poco más de 500 millones de pesos.

Digamos que 7 de cada 100 mexicanos estuvieron interesados en sumarse a la ocurrencia. Así que no podemos hablar de que la consulta gansito sea vinculante ni mucho menos. La base dura que está con las puntadas del Presidente no es más que el 7% de la población con posibilidad de votar. Y nada de que “yo tengo otros datos” ni argumentos gansófilos. Su gente no es más que 7 de cada 100 mexicanos. De 100, 7 viven el engaño de ser felices, felices, felices, mientras los otros 93 habitamos en el México real y no somos felices por decreto sino porque nuestro trabajo nos cuesta.

Una orden personal de barbacoa implica dos tacos suaves y un par de dorados —flautas que parecen trombones—. De los suaves, gracias a la doble tortilla, se vuelven cuatro. El consomé con los inefables garbanzos lo incluye el pedido. Y ya cada quién sabrá con qué bebida se los baja. La barbacoa —que genera comunidad, camaradería, que alimenta y alegra— no se consulta. La ley, tampoco.

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