En algún momento de la madurez se terminaron los sepelios y la visita a los panteones. Y en uno más lejano todavía, el colocar un grupo de fotos, flores y frutos para quienes habían partido sin despedirse. De este último gesto —la infancia de verdad marca— resta la evocación de quienes gracias al ejercicio periodístico, primero, me acerqué con una grabadora y un bloc de notas en la mano, y después ya sin ánimo de trabajo sino porque así me lo permitieron, generosos, conversaciones mediante. Les dedico unas líneas a mis muertos, que resultarán familiares de muchos si voltean a mirar su biblioteca.

Vicente Leñero: extralúcido, incansable, férreo, y con una manera de corregir barbaridades que sólo un ingeniero y un escritor al mismo tiempo puede tener. Un consejero para la literatura y para la vida.

Ricardo Garibay: ácido, punzante, lleno de palabras heladas para sus contemporáneos que al no reconocerlo como quien era, terminó despreciándolos con toda razón. Su prosa y la poesía envuelta en ella es única, solitaria, brillante. Una vez traspasado el umbral de su disfraz de ogro, sabía ser cómplice y más divertido que ninguno de su generación.

Gaby Brimmer: fuerte, invencible, irreductible, tenaz. Si alguna vez —o muchas veces— se ha presentado la tentación de dejarse caer, basta acudir a su trabajo, repasar su vida y evocar su desinteresada y espléndida anfitrionía.

Jaime Sabines: entendió que por una parte a la vida había que devorarla con el ánimo del tigre, y a esa vida también cantarle con suavidad, coraje, ternura y odio. Ajedrecista de cuidado, su obra parece dictada por una voz de otro mundo. Ese otro mundo era él mismo.

Manuel Vázquez Montalbán: sabedor de todo lo que en el mundo hay. Hombre de dos, tres, cuatro libros al año. Y con una paciencia infinita para explicar, ya en corto, que literatura quería decir trabajo 12 horas al día. Formal y generoso con su tiempo que prodigó a quienes a él se acercaron.

José Saramago: un rey mucho antes del Nobel, un rey después del Nobel. Hombre de charla informada, de sonrisa ligera, escoltado por su arcángel personal, Pilar del Río, dama inigualable. La única entrevista que cedió para un medio americano al recibir el más alto galardón de las letras, me la dio a mí porque quiso, y no lo digo para pintarle cremas a nadie (aunque también).

Rubén Bonifaz Nuño: espejo de caballeros, dulce y atento en la plática, iluminado por los clásicos a quienes había traducido y por la constante enseñanza que le brindó impartir clase a muchas generaciones de jóvenes estudiantes de Letras. Junto a Sabines, los más grandes poetas latinoamericanos del siglo XX. Inalcanzables ambos.

Alí Chumacero: de breve obra publicada pero enorme editor, supo ser en el Centro Mexicano de Escritores un tutor feroz y sonriente. A varios nos narró un jueguito que le hicieron a la literatura mexicana él y Juan José Arreola. Un jueguito que cambió el rumbo de la literatura nacional en menos de 24 horas.

José Emilio Pacheco: “Si te doy una entrevista a ti, mi mujer —Cristina Pacheco— me mata; llevo décadas sin hablar para la prensa”. No se cansaba de negarse año con año, hasta que un día, otra vez, le pedí permiso para grabar la charla —“la voy a publicar”, le dije—. Rompió el silencio entre carcajadas. A los de las cremas les volvió a llover. Ni modo.

Todos y todas las demás personas de letras que aprecio y de quienes aprendo aunque se note poco, viven. Los otros, sobreviven en el estudio de trabajo y supongo que se ríen por lo bajo de mis afanes. La presente es su ofrenda, queridísimos cabrones.

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