Si por alguna razón acude, lector, a la televisión abierta, se dará cuenta muy rápido que en el medio la publicidad ha devorado no sólo a los programas de entretenimiento —que están ahí ya casi sólo para vender dos tipos de productos, los que generan y los que anuncian— sino a un área que debería ser cuidada con extremo como la información. Los noticiarios, salvo aquellos que se transmiten en horario nocturno, son tristemente infomerciales (por cierto, de productos milagro y otras tonterías con nula o escasa utilidad). A las transmisiones deportivas, de ambas cadenas abiertas, les sucedió lo mismo: cualquier competición está plagada no sólo en el cuadro que forma la pantalla de anuncios publicitarios sino que los comentaristas y narradores son los encargados de vender todo tipo de mercancías. Y eso ya no es sólo el libre mercado, sino el libre desmadre que considera al espectador como una maquinita que ha de caer en alguna de las casillas publicitarias.
Se entiende que hay que pagar una nómina y crecer en tanto empresas, pero cualquier canal que consulte usted, durante lo que podemos considerar horas hábiles, transmitirá el programa ofrecido sólo entre los cortes comerciales y no a la inversa. Le digo, aquí algo está muy mal y por ello, a precios cada vez más accesibles, han llegado al país grupos de canales de paga que no sólo ofrecen una programación digna en términos generales sino que las pautas de ventas son moderadas, sin olvidar directamente a productos visuales como Netflix, o la plataforma que usted guste, en donde paga por ver y verá justamente aquello por lo que desembolsó su dinero.
Por eso, entre tanto programa que ve al espectador como si tuviera el cerebro de un mosquito de la fruta, se agradece una producción como la de Masterchef, que desde el pasado viernes volvió al aire con su nueva temporada. Calma, de ninguna manera esto es un pronunciamiento a favor de “la televisora del Ajusco” porque fuera de ahí el verdadero sustento está depositado en sus narradores y comentaristas deportivos, que comen aparte, y se han vuelto verdaderos profesionales de la comunicación. Es un reconocimiento, sí, justamente a lo mismo que pasa con la barra deportiva: Adrián Herrera, Betty Vázquez y José Ramón Castillo son profesionales absolutos de la cocina.
En la tripleta se extrañará, desde luego, al chef Benito Molina, quien solía imprimir a la competencia un toque marcial —una cocina profesional no sólo se parece en su funcionamiento al orden militar sino que es una forma militar de trabajo—, y sobre quien la empresa dio a conocer un comunicado en el que aclaraba su ausencia debido a una incompatibilidad de agendas. Respetable, pues, pero el vacío queda.
Tenemos aún las delicadas y suaves maneras de la chef Betty Vázquez, que lo sabe todo y tiene una forma gentil de ir haciendo las correcciones pertinentes. También al chef José Ramón Castillo, con tantos premios y reconocimientos como la primera, de un carácter didáctico y que no sólo es quizá el mejor repostero de México, sino que de cocina en general sabe kilómetros y a la hora de ser firme —sin albur, porfas— lo es. Y está el chef Adrián Herrera, que es un recabrón en el mejor sentido del término: un alquimista internacional de los sabores y la técnica, además de un showman nato.
Dese un respiro al terminar la semana y deléitese con los aciertos (y las burradas, que las hay) de los concursantes de Masterchef. El confinamiento que viene con el rebrote (gracias, covidiotas, la porra los saluda) será largo, así que al menos hay que pasarlo cerca del fogón.