Sobre él se escribirán cientos o miles de ensayos en los países que dedican gran parte de su presupuesto de seguridad al estudio de las conductas agresivas justamente para cancelarlas a tiempo. Aquí, muy probablemente quedará sólo el dolor emocional de las personas que perdieron a un familiar y el dolor físico de aquellos —niños, por cierto— que alcanzaron a recibir un impacto de bala hace apenas unos días en un colegio de Torreón, Coahuila. Si acaso alcanzará a determinarse de dónde provinieron las armas que portaba el tirador —aunque adolescente ya, es menor de edad y ha fallecido, de modo que dejemos a un lado su nombre y llamémosle por la acción cometida— y quizá se consiga saber quién le dio el mínimo de instrucciones para abrir fuego, aunque para eso, con las armas contemporáneas, basta sólo un poco de intuición o haber presenciado una práctica de tiro.
Por fortuna para las personas que se cruzaron en su camino homicida, el chaval no sabía matar.
Se oye cruel y descarnado, pero es cierto: sencillamente no tenía ni la más peregrina idea de cómo se realiza un acto como el que perpetró. De haberlo sabido, de tener los conocimientos necesarios, no hablaríamos de media docena de heridos —varios de ellos fuera de peligro a sólo horas del hecho— ni de un par de personas muertas —los mismos reportes que brindan las autoridades oscilan entre uno y dos fallecidos—, sino que aquello habría sido una masacre que no habría implicado heridos, sino sólo decesos, muchos decesos.
Lo primero que aprendes cuando el escenario que se plantea es conocido y dentro habrá un posible enfrentamiento, es tener una salida segura y otra que ofrezca riesgos aceptables. Con menos que eso, no hay misión y se bosqueja desde el inicio un escenario distinto. El joven tirador había dejado completamente aparte la regla básica por dos razones. La primera: lo suyo no implicaba enfrentar a nadie sino la pura y sola ejecución de seres inocentes y desarmados. Y la segunda, no menos brutal: su “vía de escape”, así fuera sólo una, era quitarse la vida por mano propia. No necesitaba ni de un lapso preciso ni de ir recorriendo un camino que lo acercara a alguna puerta del recinto. Con una decisión tan grave ya tomada, cualquier tirador duplica o triplica su peligro, pero no el joven de Torreón, porque, de verdad, no sabía matar, para bien de los supervivientes.
Los heridos —hasta donde entendemos, al menos un par en la delicada área del vientre y el resto en diversas partes del cuerpo, pero no en órganos vitales— estaban fuera de peligro en un tiempo que merece un aplauso para el enorme equipo del hospital que los atendió, y desde luego para los avances de la medicina.
Y aquí es necesario revisar el armamento y su uso por parte del tirador. Portaba dos pistolas, una calibre .40 y otra .22, que con la sola carga implican 15 cartuchos útiles en la primera y un promedio de siete en la segunda: 22 en total. No se habla de cargadores de repuesto, de modo que sin especular, el tirador pudo hacer que aquello fuera un infierno peor del que fue, si hubiera seguido la primera regla de ataque: ante cualquier blanco, se ejecutan dos disparos uno detrás del otro y siempre dentro del área que comprende la cabeza o la caja torácica. Ese segundo disparo proviene de la experiencia histórica del combate y se denominó “tiro de gracia” que no era para terminar con un dolor innecesario sino para evitar que un soldado del bando enemigo fingiera la muerte. El tirador de Torreón se saltó, porque evidentemente la desconocía, una regla básica. Por fortuna, insistiremos.
Desde luego, el chaval aprendió los rudimentos de cargar un arma y jalar el gatillo, pero no estaba ni mínimamente entrenado para matar, aunque lo haya logrado en un porcentaje bajísimo. Entre el desconocimiento de las reglas, y pese a que conocía a sus potenciales víctimas, en caso de tener un plan de muerte —que por fortuna no tuvo— bastaba realizar un disparo al aire y ordenar que todos dejaran de moverse. No lo hizo, y el instinto de supervivencia de los niños atacados los volvió blancos extremadamente difíciles para alguien sin adiestramiento. Y es justo por la carencia de ese plan —que habría dejado a muchísimos de sus compañeritos expuestos y resignados a morir—, que aquello se le fue del todo de control y los heridos están en vías de recuperar la salud. El tirador no tenía ordenadas a sus víctimas. Lo que vio luego de la primera detonación fue un caos de movimiento, ruido, cambio de ubicaciones, gritos de todo tipo e hizo aquello a lo que no iba: jalar el gatillo sin ton ni son. Por fortuna.
La situación física en que se encontró el cuerpo del tirador fue justo al lado de su maestra, contra quien abrió fuego en principio: una persona que no tenía razones para correr y cuya masa corporal provocó que desgraciadamente hiciera blanco fatal. El tirador, pues, no se movió prácticamente nada desde el punto en que dio inicio a los hechos. En caso de que un guardia armado lo enfrentara, lo habría abatido en segundos porque el blanco, por bizarro que parezca, ya era él en el momento final.
El chaval, armado, decidió dispararle a la persona más próxima y acertar: él mismo. Y al hacerlo se detuvo de golpe la enorme tragedia en proceso que no logró llevar a cabo. Por fortuna.