—Lázaro anduvo, pendejo, no “andó” —dice el antiguo chistorete.

—Pues anduvo pendejo un rato, pero luego se compuso.

No es el caso. Chalino Sánchez regresó de la muerte en la voz del Chaliprieto.

Mire usted: si ha escuchado durante tres décadas a Chalino, le aseguro que sabe identificarlo sin equívoco alguno, sin falla, porque la voz es como la huella digital, produce un registro único. De suerte tal que la única forma de saber si alguien, para el caso un cantante, es un imitador o aquí está pasando un fenómeno de transmutación —no se ría, esto es serio— no sólo es cuando interpreta un tema sino cuando habla, se dirige al público, responde preguntas y dedica la que le pidan con nombre y apellido.

Sí, pues, todos sabemos que es una especie de enorme casualidad fisiológica, foniátrica. Pero usted ha oído a Chalino tanto en sus discos de estudio como en las grabaciones no profesionales que por fortuna se conservan de él en video, y sabe, el cerebro le avisa que es la voz de Chalino, su entonación, su peculiar forma de cantar. Habrá quienes digan, con un cierto grado de razón, que el querido sinaloense tenía una voz poco agraciada. Aceptémoslo. Pero es justo ese timbre el que gustó entre la raza y el que lo hizo irremplazable desde su lamentable muerte, hace ya pronto 30 años.

Un imitador con educación musical puede aprenderse palabra por palabra dos, tres, digamos una docena de canciones de tal o cual intérprete y hacernos evocar al original. Pero hasta ahí llega. El imitador sólo repite aquello que está registrado en una grabación. Y no se sale de ahí, no puede: su gracia estriba en ser lo más parecido al personaje imitado. Chalino, cierto, dejó en sus discos su propio canon, pero en las presentaciones en directo, además de enviar saludos, conversar con su público, dedicar canciones, podía salirse de aquello que estaba ya grabado. Y seguía siendo el mismo Chalino, era su voz, su estilo, podía permitírselo y es natural porque no buscaba calcarse a sí mismo. No lo necesitaba porque él, sencillamente, era él.

Lo que sucede con los intérpretes es un poco, si me permite el lector, lo que ocurre en otra esfera musical, pongamos un ejemplo conocido, con el aria de las “Variaciones Goldberg”: dependiendo de quién la interprete será su duración, y la diferencia entre uno y otro es muy considerable. Pero ahí está Bach, inconfundible.

Bien, pues hoy lo que tenemos, para enorme fortuna, es la existencia de un joven cantante cuyo nombre de batalla y al que responde es Chaliprieto. De él sabemos que nació en Veracruz, se trasladó todavía muy chaval al estado de Oaxaca para sobrevivir en labores del campo, y después se fue acercando hacia el norte del país, también por razones de supervivencia: Zacatecas, Chihuahua, Sinaloa y finalmente Tijuana, en donde el acto de transmutación se completó: en cuanto canta y habla deja de haber diferencia entre lo que hacía Chalino Sánchez y lo que hace el Chaliprieto.

Lo de menos sería realizar un análisis de voz de ambos, aunque sospechamos el resultado: las afinidades serían muchas y seguro técnicamente habría algunas diferencias por cierto imperceptibles al oído pero que pueden reflejarse en un espectro visual. La prueba final, sin embargo, es cuando lo escucha, en directo, su público, en las calles de Tijuana. El Chaliprieto sencillamente carga una bocina y la coloca en una esquina muy circulada, junto a un bote por si alguien gusta cooperar, deja correr la pista de alguna de las piezas de Chalino, y se produce la magia: canta. Y aquello que produce deja de ser de golpe el Chaliprieto y a quien oímos es a Chalino mismo. Desde luego —ya hay cada vez más videos accesibles en YouTube— que las personas se van reuniendo en derredor suyo, y aplauden su dedicación, su esfuerzo y el respeto con el que interpreta al sinaloense. Pero falta un ingrediente y ahí es cuando los paseantes guardan un asombrado silencio: cuando habla, saluda, dedica canciones, agradece, pregunta, charla un tanto entre una canción y otra. El silencio a medias que produce oírlo cantar de una forma idéntica a Chalino ya sería bastante, pero el silencio absoluto es cuando al hablar ya la voz que sale de su modesto micrófono es la de Chalino.

Da miedo, oiga. Y alegría. Una alegría que va más allá de este mundo porque no pertenece a este mundo. Por supuesto que cosecha aplausos, y personas de todas las edades, comedidamente, se acercan a depositar monedas y billetes en el botecito que mantiene al Chaliprieto. En mero Tijuana, tanto los residentes como los miles que van de paso, saben perfectamente bien cómo cantaba Chalino. No hay modo de engañarlos ni es lo que busca el Chaliprieto. Él nada más canta y el público que creció y vive con la música de Chalino, le brinda cobijo porque entonces —le digo que el asunto es extraño— Chalino Sánchez, que el mes entrante cumpliría 60 años si no lo hubieran matado hace ya casi 30, está ahí, departiendo ahora sí que en vivo y en directo con quien guste.

El Chaliprieto comienza a cobrar una noble fama por su acto de sobrenatural magia. Y si justo en estos meses no canta en las calles, de cualquier forma sube videos desde su casa de tanto en tanto. Quién, que sabe de la materia que aquí se aborda, no querría tener el video en donde, con su nombre y apellido, Chalino Sánchez, redivivo, ahora sí le puede dedicar una canción y enviarle un saludo desde el cielo sinaloense al que muchos entran, pero del que sólo uno, Chalino —el mito, la leyenda, el arcángel del corrido— está de regreso.

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