El mundo de la droga es un campo minado al que los usuarios acuden por su gusto y a donde entran a saltos sin mapa alguno. Entran felices, como quien va a una feria del mole. Algunos, muy pocos —siempre y por fuerza gracias al ensayo y error— saldrán de ahí tan felices como llegaron. Otros, muchísimos otros, pagarán las consecuencias de pisar una mina y perder parte de la conciencia, o a sus seres más queridos, o se verán pillados en ese acto ilegal que los sangrará económicamente el resto de sus vidas o hará que terminen en la cárcel, donde igualmente serán castigados en sus reservas monetarias tanto ellos como sus familias. Y algunos irán a esa feria no más de tres veces, y en la tercera se quedarán fríos para la eternidad.
Visto así, el consumo de drogas es una ruleta rusa que no le desearíamos a nadie, pero que pasa un día sí y otro también frente a nuestros ojos, muy probablemente en el departamento vecino, quizá en la persona de un amigo o tal vez en la de un familiar muy cercano y en la propia casa.
Entonces, el asunto es complejo. Meterse algo por las venas o por el sistema respiratorio es, pongamos, una puerta que puede cruzarse tan sólo con el conocimiento de que existe y de que al otro lado hay un mundo de maravillas, de colores nuevos por nombrar, de fortalezas tan sólo vistas en el cine, de intensificación de los placeres terrenales o de alegrías que se creyeron perdidas y que pueden renacer una y otra vez, a voluntad.
Por eso está cabrón y en eso estriba la complejidad de acudir a esa feria o pasar de largo. Hablamos, claro, de sustancias consideradas ilegales —para gran beneficio económico de quien las produce y de quien dice combatirlas— que trastocan la conciencia. Por eso dejamos fuera el tabaco, o un par de cervezas para acompañar el dominó, o de algunas botellas de buen tinto o blanco que auspician la conversación, que relajan y liman las asperezas del ánimo. Estamos hablando de drogas de verdad, de las que hacen flotar y en donde hasta la misma marihuana estaría en entredicho: una planta que apenas califica de sicotrópico y que provoca en quien la consume el retraimiento y la lentitud de reflejos. Hablamos de metanfetaminas, heroína, cocaína, morfina y de todos los derivados que en nuestros países pobres se consumen como golosinas y que directamente dañan la vida de quien decide ingresarlas a su sistema.
Y aquí debemos hacer una aclaración de orden económico. Hay indicadores muy serios que marcan el derrotero del crecimiento o caída del país. Un rubro grande de esos indicadores es el de la entrada de divisas. Hoy, con suerte y sorteando siempre aranceles y otras complicaciones, en términos generales entra plata vía tres rubros: la venta de productos agrícolas —destacadamente el aguacate—; las remesas que con enorme trabajo y partiéndose la madre envían a México los connacionales que lograron atravesar la frontera de forma ilegal y trabajan a diario para que mes a mes entren a nuestras arcas los dólares que han ganado, y el dinero que se obtiene del turismo, un rubro que de un plumazo se abandonó sin razón alguna en la presente administración federal. Hasta antes de esa conformación, a México llegaban los dólares de tres fuentes: el petróleo, las exportaciones agrícolas y el narcotráfico.
El asunto era relativamente sencillo: aquí se cultivaban o se procesaban las sustancias ilegales y como la calidad del producto era muy aceptable, aquello se vendía afuera mejor que el pan caliente y a precios altísimos. Si cualquier extranjero en su país deseaba ver el mundo de colorines, adelante, plebe, pero te cuesta tanto. Y así funcionó el país por décadas y décadas. Sabemos que la industria petrolera se fue al carajo por las raterías, la ineptitud en la planeación y porque las reservas probadas y las probables parecían eternas, sin serlo. Y otro tanto pasó con la agricultura, abandonada a su suerte hasta volverse monotemática y por ello condenada a una vida muy rentable al corto plazo, pero imposible de sostener ante la competencia ya no sólo de países del área, sino de la impensable China que entró como fuerte jugador en prácticamente todos los renglones.
¿Y las drogas, apá? Bueno, esas no se fueron por el caño. Ante la lentitud para aprobar el consumo mínimo, por lo menos de la marihuana —que de cualquier forma se da—, más las políticas que cerraron la frontera a buena parte de la producción mexicana, los productores que cobraban en dólares por sustancias de alto rendimiento optaron por generar derivados baratísimos y muy dañinos de las mismas, que fueran muy accesibles no en dólares sino en pesos, y la mercancía que metía divisas al país se empezó a distribuir aquí mismo, en las esquinas, en las “tienditas” o con veloces entregas a domicilio que envidiaría cualquier restaurante de pizzas.
Así que permítame concluir con una realidad: sin la existencia de Sinaloa nunca habríamos tenido el país que tuvimos. Hoy, con la producción en todos los estados de la República de porquerías que matan y apendejan, tenemos el país que tenemos.
Y aun así, entrar a esa feria de paraísos artificiales es un derecho personal, pero es un riesgo de muerte, pero sigue siendo un derecho.