En algún momento parte del país se nos volvió la república del odio. En buena medida, sí, la responsabilidad de la polarización social que vivimos proviene del modo en que se administra políticamente el país. Lo vemos mañana a mañana, cierto. Pero no todo proviene de ahí. Ya desde unos años antes, cuando las redes sociales cobraron fuerza, surgió una muy considerable cantidad de personas que desperdician el pago que hacen por su línea de celular en meterse en todo, sin saber, tan sólo para mentar madres.
El anonimato ayuda, desde luego, pero ese es otro asunto que sólo auxilia al síntoma principal. Lo interesante de este odio es que no sirve siquiera como catarsis: las personas a las que se destinan lo comentarios “mortíferos” y “lapidarios” no leen esas opiniones, no se enganchan, no les importan. Así que aquellas balas en apariencia demoledoras y fatales en realidad son meros fulminantes que sólo escucha quien los profiere. Y eso incrementa el odio generalizado que siente el que los envía.
Se generó un hecho, que no alcanza el grado de polémica ni mucho menos, en torno a la velocidad con la que la joven cantante Ángela Aguilar interpretó el Himno Nacional. Y no únicamente la comunidad anónima sino algunos personajes reconocibles se manifestaron en contra de eso que se creyó un atentado. Y como era esperable hubo algunas voces que se tomaron un minuto para señalar que el tema carecía de la importancia que se le deseaba imprimir. Y tenían razón: el himno que nos representa musicalmente está enmarcado en ciertos cánones que se refieren a su letra y música. Pero cantarlo con una intencionalidad ligeramente distinta no alcanzaría para ofender a ninguna de las personas que se visten a diario de verde, blanco y rojo. Y, sin embargo, la red se llenó de comentarios y así continuará.
No existe una normativa legal y punitiva que señale que un encuentro boxístico profesional, esto es, comercial, de pago para los protagonistas y asistentes, representa una batalla entre dos países en la cual la interpretación de los himnos conlleva la honra patria. Lo cual nos hace pensar que si en vez del himno un grupo orquestal interpretara la “Marcha de Zacatecas” o “El Sinaloense”, ambas piezas bellísimas, perfectamente reconocibles y de enorme y merecida popularidad, el asunto estaría zanjado.
Pero como no es así, entonces se levanta la polvareda que no proviene siquiera de la generación de cristal, ni de la de los “ofendiditos”, ambas dignas de bajarle a la palanca del baño. Proviene, y este es el fenómeno que es necesario estudiar, de la república del odio.
Ya que existe y está ahí, con integrantes de nombre real o ficticio, merece atención sociológica porque aunque parezca una inocentada inútil, si se ve la cantidad de personas dedicadas a odiar y a qué deben su conducta, alguien las va a usar para los fines que mejor le convenga. Sí, como usted, aquí su escribidor también piensa en la clase política.
Respecto de la muy joven y prometedora Ángela Aguilar es necesario decir que no eran necesarias las disculpas de su padre, cantante también, ni la “magnanimidad” de Gobernación. Pensemos, por ejemplo, en “La Llorona”: Aguilar la interpreta de un modo, Natalia Lafourcade de muy otra sublime manera y Chavela Vargas con un estilo distinto y desgarrador. Ninguna incomodaría a su autor ni a sus escuchas, ni a los de cristal ni a los ofendiditos, pero sí a los de la república del odio. Los odiadores son un ejército por ahora desperdiciado, pero no se mantendrán así por mucho tiempo.