Lo poquísimo que se ha avanzado en contener la pandemia, cuya cresta más alta debería de alcanzarse mañana miércoles, en menos de tres o cuatro días va a valer absoluta y totalmente queso de hebra. Para nuestra desgracia, como país mitotero y poco dado a la información, se atraviesa el 10 de mayo, fecha ineluctable para reunirse con hermanos, cuñados y concuños a los que se conoce poco o con quienes hay una enorme distancia afectiva; momento de comer los disparates que se les ocurra llevar a los participantes bajo el sistema “de traje”; tiempo de beber en tales cantidades y en un ambiente poco auspicioso que convierte hasta al mejor “buena copa” en un beligerante partícipe que encontrará siempre una respuesta infausta; y lugar exacto para el contagio grupal de Covid-19, al cual las reunioncitas le vienen, dijo el otro, como anillo al dedo.

Como ocurre cada año, y el presente no tiene por qué ser distinto, ya que el Día de las madres cae en domingo, será muy sencillo implementar la fiestuqui desde el viernes al caer la noche. De ahí, lo que pude ser una no deseada reunión entre amigos —no deseada porque el contagio acecha—, se ligará a la del sábado, con visitas aquí y allá con alguna madrecita apreciada —hermana, prima o lo que se tercie—. El Covid-19 se frotaría las manos si pudiera. Y al amanecer siguiente, ay, triste suerte la que nos rodea, allá va la banda a casa de la madre mayor, quizá la abuela de muchos, un sitio apto para la coexistencia diaria de, digamos, cuatro personas adultas. En ese breve espacio en el que no estás, a la voz de bisoño el último, caerán como parvada un total, es un estimado luego de algunas décadas de andar por nuestro mexicano domicilio, al menos 15 personas adultas y 10 niños. Desde luego, para ese momento Susanita Distancia ya salió por la ventana, como pudo, en cuanto los más atrevidos le echaron ojos de malicia. Así que el Covid-19 —que no come ni tortas de papa ni coditos con crema ni ensalada rusa, que con el calor ambiental ya huele medio raro, ni gelatina de colores— salta, feliz, de un participante en otro. Apenas le alcanza el tiempo. Algunos se salvarán de ser infectados, pero de 25 seres metidos en aquella incubadora, por lo menos 15 habrán contraído el padecimiento: ocho adultos, siete menores. Y el lunes, el trágico día 11 de mayo, todos aquellos que fueron contagiándose desde el viernes, empezarán a diseminar la semilla cruel.

De modo que la más esperanzadora posibilidad de que alcancemos lo más alto de la curva del problema el día 6 de mayo, se habrá ido al carajo gracias a los que, durante tres jornadas de desmadre en honor de la madre, deberían habitar el noveno círculo del Infierno.

Desde luego es impensable —sociológica y políticamente, para no hablar de los movimientos económicos— solicitarle al respetable público que se abstenga de armar el relajito de siempre con motivo del 10 de mayo. No sólo es impensable, sino que es imposible. La idiosincrasia que nos caracteriza nos ha marcado así. Es verdad que logramos atravesar muy apenitas el sonado Día del niño —en gran parte, gracias a que la festividad suele ser promovida por las escuelas de educación básica que por fortuna están cerradas— , pero desde ahora asumamos que no pasará lo mismo con la festividad del domingo que se aproxima.

Y hay un motivo para ello que parece simple pero que encierra una cantidad de verdades complejas y dolorosas: conformamos una sociedad patriarcal —ojo, no heteropatriarcal— que se comporta como tal todo el año excepto el Día de las madres en que todo se vuelve matrialcal: las que mandan son la abuela, la madre, las tías, las esposas, las hermanas, las cuñadas. El 10 de mayo es un acto de expiación colectiva de parte de la gran mayoría de los varones que con esa reunión pitera desearían borrar todos los agravios cometidos en contra de las mujeres de la familia —no de las mujeres en general, conste— y empezar, libres de culpa, bendecidos por sus abnegadas madres, un nuevo año que será peor en ofensas, deslealtades y canalladas en contra no sólo de las mujeres en general, sino de muchas que conforman la familia.

Quizá —es un quizá muy ligero— la nueva campaña de espectaculares y “perifoneo” —desde luego tardía, pero probablemente eficaz— en la que se advierte que el Covid-19 mata y que hay zonas de alto riesgo, ayude a mitigar un poco las aglomeraciones familiares. Pero es de ponerse en duda porque esa campaña es nueva y tomará su tiempo en hacer efecto. Nos queda, desde luego, la presencia a larga distancia. El uso de Internet y sus múltiples ventajas. Una llamada de celular a celular, empleando cualquiera de las aplicaciones de video en directo para el caso, salvarían de los contagios múltiples que se avecinan. La verdad, puede usted corroborarlo en cualquier calle, lector querido, los chavales de escasos seis años en adelante portan unos teléfonos inteligentes avanzadísimos. Así que nadie venga con el cuento de que eso de las reuniones virtuales es fifí o neoliberal.

Pero aquí su escribidor entiende que la culpa es la culpa y buscar el borrón y cuenta nueva masivamente el 10 de mayo le abrirá de par en par las puertas al Covid-19, que por cierto no tiene madre.

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