El presidente de la República acaba de pasar a la historia judicial de nuestro país como el primer mandatario que designó de manera directa a un integrante de la SCJN. El hecho no deja de ser significativo por todas las repercusiones asociadas, pasadas, presentes y futuras.

Desde el punto de vista jurídico, el rechazo de las ternas y la activación de la designación presidencial constata la exacerbación del presidencialismo mexicano en el tramo final del sexenio, la intención de cooptar a las instituciones de la República, maniatar la división de poderes y derruir nuestro de por sí frágil Estado de Derecho.

No está de más recordar que en el texto original de la Constitución de 1917 no se contempló la participación del presidente en el mecanismo de designación porque en el seno de los debates constituyentes se argumentó que dicho poder terminaría auspiciando una injerencia presidencial sobre el Poder Judicial similar a la que en su momento había ejercido Porfirio Díaz. En consecuencia, dicha potestad se difuminó en los congresos estatales y en la participación definitoria del Congreso de la Unión.

En 1928, año previo al nacimiento del PNR, una reforma constitucional confió la selección individual de cada ministro al presidente, estableciendo que la “aprobación o rechazo” del nombramiento sería una potestad exclusiva del Senado, de manera semejante al modelo estadounidense. La posterior consolidación del PRI como partido hegemónico terminó de conferir al Ejecutivo un papel determinante en la integración de la SCJN durante medio siglo.

Con la reforma de 1994 que transformó a la SCJN en un Tribunal Constitucional, se confirió la designación definitiva al Senado, pero se buscó aminorar la influencia que en la renovada integración tendría el presidente Zedillo, mediante la adopción de la nominación vía ternas. Para garantizar que el Ejecutivo no renunciara al control de los nombramientos se dispuso que si la segunda terna era igualmente rechazada por el Senado, ocuparía la vacante la persona de la terna directamente designada por él.

Desde la perspectiva política, es evidente que el presidente confeccionó las dos ternas desde premisas ideológicas, reforzando su exigencia de contar con ministros de probada lealtad o de notoria cercanía a la visión política de su gobierno, tal y como quedo patentizado en las recientes postulaciones de las ministras Loretta Ortiz y Yasmín Esquivel. La oposición, por su parte, encontró en el rechazo de las ternas una forma para trasladar el costo político de la decisión al Ejecutivo, evidenciar la nula corresponsabilidad entre poderes, y fortalecer su narrativa de campaña electoral en contra de la idea de elegir a los ministros por voto popular y de suprimir a los organismos autónomos e independientes.

El Presidente ha inscrito su nombre en la historia por ser el primero al que la Cámara Alta, expresión de nuestro federalismo, le rechazó dos ternas consecutivas, pero también, por ser el que inauguró la inédita cooptación del mecanismo, mediante una decisión unilateral que colmó la etapa de elección, proponiendo a sus candidaturas a la toga, y también la etapa de nombramiento, cuya voluntad personal desplazó al pluralismo materializado en el voto de los 81 senadores presentes que ayer conformaron la mayoría calificada; paradójicamente, la participación del Senado se verá reducida a juramentar a la persona que acababa de rechazar y que regresa designada desde otro poder.

La nominación del presidente dentro de su selección previa de la terna es clave para comprender los escenarios que se avecinan. Pudo optar por un perfil sólido como el de Bertha Alcalde, quien demostró un mayor conocimiento de la función constitucional encomendada a la SCJN, pero se decantó por un perfil más político como el de Lenia Batres, quien no solamente era su subordinada, sino que abiertamente abanderó posiciones para patentizar su lealtad al gobierno de AMLO. Su presencia consolida el bloque de contención de 3 ministras, cuyos votos en los asuntos clave serán esenciales para dar viabilidad a las medidas más polémicas de la 4T, como la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad.

En el lado opuesto se mantiene un grupo compacto de 8 ministros, entre los que se encuentran los ministros González Alcántara y Ríos Farjat, quienes desde el primer momento cortaron de tajo las especulaciones, pues aunque fueron nominados por AMLO, patentizaron su independencia, manteniendo un desempeño notable al interior de nuestro máximo tribunal.

La ministra Batres llegará a la SCJN con un déficit de legitimidad del que no se tiene precedente, porque a pesar de que todos los ministros han accedido a la toga bajo el sistema de cuotas que impera en el país, ninguno lo había hecho en un contexto como éste. De ahí que su independencia e imparcialidad se encuentran inicialmente comprometidas, y se irán desvelando en el ejercicio del encargo.

Es paradójico que en un contexto en donde el presidente ha fijado como uno de los principales temas de campaña una reforma judicial para que, en el futuro, cerca de 100 millones de mexicanos puedan concurrir a elegir a los ministros de la SCJN, hoy, con su voto unilateral, haya ocupado una posición clave para los equilibrios democráticos de nuestra nación.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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