En México, históricamente se han generado diversas barreras estructurales que representan obstáculos para que, determinados grupos de personas, tengan acceso a sus derechos, como son los de salud, vivienda, educación o la impartición de justicia. Estos grupos se denominan vulnerables y en ellos se ubican, entre otros, a mujeres, niñas y niños, personas con discapacidad, en situación de calle, de identidad indígena, migrantes o personas mayores, sin redes de apoyo.
En nuestro sistema judicial, las barreras que dificultan un acceso efectivo a la justicia para las personas integrantes de estos grupos sociales, tienen raíces profundas. Se caracterizan por un excesivo formalismo procesal, limitada accesibilidad, trato desigual e injusto, basado en características personales, y una marcada distancia institucional, entre otros factores.
Como mujer y como magistrada, he aprendido que la justicia auténtica no se mide sólo con precisión legal, sino con la actitud de involucrarse directamente en los hechos, para comprender a fondo la problemática de quienes solicitan justicia. Esto se logra al escuchar con empatía y no limitarse a resolver un expediente más.
La práctica profesional me ha permitido conocer asuntos con profundas implicaciones emocionales y sociales. Recuerdo a una mujer que, tras años de violencia, llegó a mi Sala temblando. No sabía cómo expresar su dolor, pero sí que su vida dependía de una sentencia pronta y justa. Para ella, la ley no debía ser solo un texto impreso, sino un acto vivo de tutela y protección.
Así comprendí algo esencial:
Escuchar es un deber jurídico. Porque quien no escucha, no puede juzgar.
La escucha activa y sin prejuicios permite identificar a quienes necesitan atención prioritaria. La justicia lenta y formalista beneficia a quienes cuentan con tiempo, recursos y representación legal. Por ello, debe adaptarse a cada persona y eliminar las barreras que enfrentan. Desde los tribunales, es necesario deconstruir y construir una justicia que rompa las inercias de exclusión:
La justicia no puede ser un privilegio procesal. Debe ser una garantía sustantiva para todos.
Esto no significa renunciar al rigor técnico y legal. La justicia debe enriquecerse con una perspectiva social, que comprenda las desigualdades y con vocación de servicio. Quien juzga sin considerar el entorno y las condiciones de vida, dicta sentencias vacías y sin sentido humano.
Necesitamos replantear el rol de las instituciones, trascender las estructuras que procesan expedientes de manera mecánica y transformarlas en espacios de puertas abiertas que escuchen, restituyan derechos y generen confianza. Hoy más que nunca, las mujeres somos un pilar fundamental para legitimar la función jurisdiccional, lo cual solo se alcanzará con una justicia sensible, cercana y profundamente humana, que conozca caso por caso y persona por persona.
Es tiempo de mujeres.
Es tiempo de una justicia que se atreva a escuchar y a transformar vidas con dignidad y compromiso.
Magistrada del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México