Hace unos años James Forman publicó su primer libro en Estados Unidos: Locking Up Our Own : Crime and Punishment in Black America (Encarcelando a los nuestros: Crimen y castigo en la América negra). En él documenta cómo las respuestas punitivistas que llevaron al encarcelamiento masivo de millones de afroamericanos en Estados Unidos fueron apoyadas en distintos momentos por líderes de la propia comunidad afroamericana. Sin conocer realmente el efecto devastador que tendrían estas políticas en sus comunidades, líderes políticos y sociales de los lugares más lastimados por la violencia homicida y el abuso de sustancias cabildearon a favor de leyes que endurecían las penas por delitos de drogas ilícitas y armas. Forman es cuidadoso en reconocer cómo el racismo contribuyó a la hecatombe, pero su trabajo muestra cómo la propia comunidad discriminada contribuyó a la crisis de encarcelamiento que hoy padece.
Traigo a cuenta el trabajo de Forman por el paralelo que tiene con nuestra propia historia con la prohibición. Ciertamente, el gobierno de Estados Unidos ha impulsado —impuesto incluso— estas políticas a lo largo y ancho del continente, especialmente en su frontera sur. Sin embargo, son nuestros propios líderes quienes la mantienen —y endurecen— en nuestro país, a pesar de los daños y costos a nuestras comunidades. Hace apenas unos meses, el partido en el poder —que durante las elecciones abogó por cambiar la política prohibicionista— pasó reformas jurídicas para que la prisión preventiva aplique a distintos delitos contra la salud. El gobierno de López Obrador ha impulsado una campaña contra las adicciones basado en las ideas más rancias de la prohibición: estigmatizar a los consumidores y pretender la erradicación de todo consumo. Los gobiernos anteriores no salen mejor librados. Felipe Calderón lanzó la “guerra contra las drogas”, que resultó ser una guerra contra la propia población. Nadie se lo exigió, lo hizo por oportunismo político.
El caso de la marihuana es representativo de cómo la prohibición en México es un daño autoinfligido. Existe una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ordena establecer un régimen que permita abastecer al uso adulto del cannabis, semejante a lo que sucede en la mayor parte de Estados Unidos y en todo Canadá; pero el Congreso mexicano se resiste a regular el mercado. No existe nada que justifique la falta de regulación, excepto los miedos y prejuicios de nuestros gobernantes.
Esta semana concluye el juicio en contra de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública de México, juzgado en Estados Unidos por tráfico de drogas y crimen organizado. A lo largo del juicio se ha exhibido la colusión entre el gobierno mexicano y el crimen organizado, la corrupción de nuestras autoridades, pero también, como escribí en estas páginas hace unas semanas , al prohibicionismo como un sistema que fomenta el enriquecimiento ilícito de autoridades y particulares en todos los ámbitos y niveles, a costa del estado de derecho, de la salud y vida de los mexicanos. ¿A quién sirve y quién es responsable de que ese régimen subsista? Sin un cambio radical en la política de drogas habrá García Lunas cada sexenio. Lo que quizá no haya —si la protección que el gobierno extendió al General Cienfuegos se repite— serán juicios que nos permitan conocer la misma historia, otra vez.
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