Hace 10 años sucedió una de las peores masacres de las que se tiene registro en el país. 74 personas fueron llevadas a una bodega abandonada en el municipio de San Fernando en Tamaulipas. Ahí las pusieron contra un muro y balearon. Se habla de dos sobrevivientes. Uno de ellos fue un chico de 18 años que, con un disparo en el cuello, se hizo pasar por muerto. A pesar de estar herido, buscó ayuda y alertó a las autoridades federales de la mascare. 58 hombres y 14 mujeres murieron en ese evento. Eran centroamericanos, ecuatorianos, brasileños y un indio.
Una quisiera que un incidente de esa magnitud detuviera al país, que la ejecución de 72 personas nos hiciera guardar silencio. Un minuto de silencio por cada víctima, más de una hora de luto para darle valor a cada vida perdida y valor también a la vida propia. 72 minutos de silencio para mostrar solidaridad con sus familias y repudio a quienes tratan la vida con desprecio. Pero no fue así. A 10 años de la masacre aun no sabemos bien lo que sucedió, no hay una sola persona sentenciada y ni una autoridad ha sido investigada (a pesar de los múltiples relatos que señalan la complicidad de funcionarios locales). Los militares fueron los primero en llegar al lugar de los hechos y existen importantes ausencias en las investigaciones oficiales.
De las investigaciones no oficiales sabemos que las 74 personas eran migrantes que viajaban de varias partes del mundo para llegar a Estados Unidos. El 22 de agosto de 2010 fueron detenidos por hombres armados y encauchados, probablemente pertenecientes al Cartel de los Zetas, en una carretera en Tamaulipas. Una hipótesis es que los 74 migrantes fueron confundidos con miembros de Cartel del Golfo, el grupo rival. (La narrativa del cartel rival frecuentemente explica —y justifica— las peores brutalidades.) Otra es que los coyotes que transportan migrantes le pagaban al Cartel del Golfo y esta era la forma en que los Zetas hacían saber que el pago debía ser para ellos. Otra más es que es el modo habitual en que opera la criminalidad del Estado. Muchos migrantes llegan a San Fernando —después de varios días de viaje— para hacer el cruce a Estados Unidos. Sin embargo, ahí son interceptados por la delincuencia organizada para extorsionarlos, reclutarlos o convertirlos en víctimas de trata.
Según la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, a la masacre de los 72, siguió el hallazgo de 48 fosas clandestinas con 196 restos en el mismo municipio. Según la base de datos del Programa de Política de Drogas del CIDE sobre ejecuciones cometidas en el gobierno de Felipe Calderón, durante 2011 hubo además 267 personas ejecutadas en San Fernando. El 6 de abril de 2011 se encontraron 48 cuerpos en una fosa (la prensa menciona 43), la mayoría de los cuales eran migrantes que fueron torturados y desaparecidos con la complicidad de autoridades locales. Según la misma fuente, el 10 de abril de ese año fueron encontrados otros 50 cuerpos en otra fosa en el municipio.
Es decir, la violencia no paró después de esta tragedia. Tampoco ha variado la estrategia de seguridad. Las fosas, abiertas por todo el país, llaman con cada vez más urgencia a un cambio de estrategia de seguridad, pero esta se mantiene sexenio tras sexenio. El único silencio que se hace presente, es el de la justicia.
Profesora-investigadora del CIDE