En estos días se ha escrito mucho sobre Israel Vallarta, liberado después de 20 años de encarcelamiento sin sentencia. Desde 2005, el Estado mexicano mantuvo a Vallarta preso en el Altiplano sin demostrar su culpabilidad. Conocida también como Almoloya, el Altiplano es una cárcel de alta seguridad en la que han sido encarcelados personajes como Joaquín Guzmán (líder del cártel de Sinaloa), Osiel Cárdenas Guillén (líder de Los Zetas), José Ángel Casarrubias (El Mochomos y supuesto líder de Guerreros Unidos), Eduardo Ramírez (El Chori, uno de los lideres de la Unión Tepito), Rafael Caro Quintero, entre otros. Vallarta fue acusado de secuestro, delincuencia organizada y posesión de armas de uso exclusivo del Ejército. Sin embargo, el Estado nunca probó su participación en alguno de los delitos por los que fue acusado y encarcelado. Hubo un montaje televisivo en el que se simuló su detención, muchas notas de prensa, la liberación de su supuesta compañera por las múltiples violaciones procesales, pero nunca una sentencia sobre él o su participación en los hechos. Hasta ahora, dos décadas después, cuando una jueza federal lo absolvió.

En su sentencia se relatan contradicciones en las declaraciones de testigos, pruebas obtenidas ilegalmente, señalamientos de tortura y otras irregularidades. Como varias personas han señalado, el caso muestra (y es ejemplo de) la profunda corrupción del sistema de procuración de justicia y justicia penal. Pero a pesar de las múltiples violaciones y actos ilícitos que se cometieron durante el proceso, en distintas redes y espacios de opinión se señala la liberación de Vallarta como una afrenta a la justicia. Se pasa por alto —o peor, se defienden— la tortura, el uso de pruebas obtenidas ilegalmente, y el evidente abuso de la prisión preventiva. Así, además de la podredumbre institucional, el caso exhibe las profundas contradicciones que tenemos como sociedad frente al Estado de derecho, y la falta de compromiso con principios tan básicos como el debido proceso, la igualdad jurídica, la presunción de inocencia o que el uso de la violencia estatal se sujete a las leyes. Como sociedad nos indignamos frente al indecente sistema de justicia penal, pero igual creemos que violando derechos y violando la ley, se hará justicia. El cómo nos importa poco, si al final los que nos dicen que son “malos” son castigados, aunque no haya pruebas o estas se hayan fabricado u obtenido con violencia.

Los abusos y violaciones de derechos de Vallarta sucedieron a lo largo de tres sexenios, durante los gobiernos de Calderón, Peña Nieto y López Obrador. Tanto Calderón como AMLO vejaron a jueces por exigir a policías, militares y ministerios públicos que respetaran el debido proceso. Sucedieron en una sociedad que constitucionalizó el arraigo y la prisión preventiva oficiosa para negar el debido proceso y hacer de la presunción de inocencia letra muerta, en la que los militares operaron ilegalmente hasta que se legalizó su actuar, en la que la tortura y las ejecuciones extrajudiciales son aceptadas (y aplaudidas) si son en contra del otro. Queremos derechos para los nuestros, pero ante las violaciones de los derechos de los otros, miramos a otro lado. Así permitimos, solapamos y eventualmente contribuimos al abuso y violencia estatales como norma de vida.

Doctora en derecho. @cataperezcorrea

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