Hace poco viajé a Estados Unidos. Entré desde la ciudad de Tijuana a San Diego. Mientras hacía la fila de la aduana, examinaba a las personas a mi alrededor para entender si estaban preocupadas como yo. A decir verdad, no tenía de qué estar nerviosa, pero en varios chats y redes sociales había leído noticias sobre personas a quienes se les había negado el ingreso por haber compartido contenido crítico del gobierno actual de Estados Unidos en sus redes sociales. Está la historia del científico francés que en marzo fue detenido y deportado por haber compartido expresiones críticas en contra de Trump y Elon Musk por los recortes del gobierno a las investigaciones en el área de ciencias. En esa ocasión, el ministro de educación francés lamentó el evento y defendió el derecho de todo investigador francés a expresarse libremente. “La libertad de expresión, la investigación libre, y libertad académica son valores que continuaremos defendiendo con orgullo”, dijo. Está también la historia del turista noruego quien afirmó haber sido rechazado por un meme del vicepresidente Vance. Medios como el New York Times han reportado otros casos similares.
Por supuesto, el número de turistas o inmigrantes detenidas en los puertos es ínfimo frente al enorme número de personas que ingresan. Según el Gobierno de México un millón de personas cruza la frontera México-Estados Unidos en ambos sentidos, de manera legal, cada día. La mayoría de las personas cruza las aduanas sin problema. Pero ahí estaba en la fila, intentando recordar si algo compartido en algún chat pudiera ser considerado problemático por un agente de migración, si algún tío había enviado un meme ofensivo al chat familiar, o si algo escrito en este espacio me pondría en la fila de regreso a México. Aunque había revisado mis redes el día anterior, el temor permanecía. Al final, así funciona la censura. No se necesita castigar (o siquiera amenazar con castigo) a todos. Unas cuantas historias sirven para acallar a la mayoría. “Borro, por si acaso.” “No opino, no vaya a ser.”
Algo similar, y más grave, sucede en México. Las historias de periodistas o ciudadanas sancionadas por escribir o expresar críticas en medios de comunicación o redes sociales aparecen una y otra vez para advertir sobre el peligro de expresarse críticamente sobre quienes hoy ostentan el poder.
Está el caso de Héctor de Mauleon (y EL UNIVERSAL), sancionado(s) por publicar un texto en el que se denuncia una red de corrupción en el estado de Tamaulipas ligada al huachicol. El Tribunal Electoral del Estado ordenó pedir disculpas públicas durante 16 días por supuesta violencia de género en contra de Tania Contreras -exconsejera jurídica del gobernador Américo Villarreal-, mencionada en la columna. Además, ordenó retirar el texto del portal. En junio, un juez vinculó a proceso penal al periodista Jorge González Valdez por el delito de odio, por críticas hechas en contra de la gobernadora Layda Sansores. Como parte de las medidas cautelares, “le ordenó abstenerse de ejercer el periodismo” por dos años y suspender las actividades del periódico Tribuna. Según un reportaje, 5 medios han cerrado por presión del gobierno del estado de Campeche. Podría continuar relatando casos contra periodistas o ciudadanas sancionadas por sus críticas al poder: Karla Estrella, Laisha Wilkins, Sin Embargo, Código Magenta. A esto, agreguemos la Ley Mordaza de Puebla, la Ley de Telecomunicaciones y las de “apología del delito”
A diferencia de Estados Unidos, aquí no se niega la entrada. Se multa, se amenaza con cárcel, se eliminan opiniones, se obliga a pedir disculpas. Pero de la misma manera, la censura no se queda en las personas sancionadas. Se extiende a otras, provocando silencio. Antes de opinar, compartir, investigar, publicar se debe valorar el riesgo y si es mejor optar por el silencio.
Doctora en Derecho. @cataperezcorrea