En las últimas semanas ha vuelto a surgir en redes el tema del lenguaje incluyente . La cuestión que se discute es si el uso del masculino (ellos, todos, nosotros), incluye a personas de ambos géneros o excluye a las mujeres y por tanto tendrían que buscarse otras formas de expresión para hacerlo incluyente. Las reacciones -pasiones, enojos, incluso insultos- que provoca la discusión son difíciles de entender, pero quizás indican la importancia que tiene el tema.

Traigo a cuenta una anécdota que me sucedió en 2003, cuando estudiaba el doctorado en derecho en Estados Unidos . Fui invitada a presentar un artículo para Cauces, la revista de estudiantes de la Facultad de Derecho de la UNAM , en un número especial sobre enseñanza del derecho. Decidí escribir un texto sobre la urgencia de entender (enseñar) el derecho -y la regulación de la conducta- más allá de las normas jurídicas y de abandonar el formalismo jurídico. Sin embargo, lo escribí usando el femenino como genérico. El título de mi texto era: Las distintas modalidades de regulación y la función de la abogada. En el cuerpo del texto usé “la juez”, “la profesora”, “la estudiante”, “la abogada” como formas genéricas. Era una manera de no sólo hablar de las limitaciones de la enseñanza jurídica sino provocar una reflexión sobre el rol de las mujeres en las discusiones jurídicas.

La idea no era ni nueva, ni mía. La tomé de libros y artículos de derecho que tuve que leer durante la maestría, que estaban escritos usando el femenino como genérico. En esos textos, no se usaba el desdoblamiento “el/ella”, simplemente se usaba el femenino. “Al analizar el caso, la juez deberá…”, “la abogada”, “la testigo”, “la experta llamada a juicio”… Al principio, leer en femenino era tan desconcertante que interrumpía y distraía mi lectura. Era tal el esfuerzo mental que implicaba sobrepasar la distracción que me molestaba. Pero entendí la importancia que tenía para mi que en mi mente el imaginario de un juez, un abogado, un estudiante de derecho no fuera la de un varón, sino la de una mujer. Por primera vez, en mi mente, el imaginario abstracto de estas figuras era alguien como yo. El lenguaje me había permitido darle un carácter distinto a los personajes que conforman los sistemas jurídicos y me pareció importante hacer esto para otras mujeres que, como yo, trataban de entenderse en un mundo profesional dominado por varones.

Días después de entregar mi texto, recibí un correo del Consejo Editorial en el que se me pedía aclarar el uso del femenino a lo largo del texto. Respondí exponiendo más o menos las mismas razones que incluyo aquí y propuse escribir otro artículo sobre el uso del lenguaje incluyente para un número futuro de la revista. No volví a saber más. Unos meses después tuve en mis manos el número de Cauces en el que se había publicado mi texto. Donde había yo escrito “la juez”, los editores habían escrito “el juez”. Donde escribí “la abogada”, decía “abogado”. El cambio a mi texto, sobre todo después de haber dado una explicación clara al respecto, fue sorprendente. Era extraño que a estudiantes (es decir a jóvenes) les costara tanto aceptar el uso del femenino como genérico o entender las razones para hacerlo. Incluso, que estuvieran dispuestos a cambiar mi voz, antes que su rigidez editorial. Pero el episodio me permitió entender lo difícil que resulta para muchos (y muchas) ese cambio, no solo por el esfuerzo que implica cualquier alteración de lo conocido, sino porque exige replantear las estructuras sociales que habitan el imaginario. El rechazo no es solo a hablar de otra forma, sino a replantear el mundo como lo imaginamos y conocemos; a pensar de otra forma.

Hoy, casi 20 años después, el leguaje incluyente sigue provocando reacciones que parecen desmedidas. Seguramente lo seguirá produciendo mientras que la realidad no cambie. Mientras así sea, tanto más debemos usar el lenguaje incluyente para cambiar las mentes. Algún día, quizás lograremos también cambiar nuestras realidades.

Profesora-investigadora del CIDE.
@cataperezcorrea