Amable lector(a), me disculpo por no escribir acerca de mis temas usuales: seguridad, violencia y/o justicia. Hoy escribo sobre algo más cotidiano, pero brutal y —me atrevo a decir— inevitable: los baches. Esta vez, el enemigo no lleva armas, sino charcos y traicioneros bordes.

Los baches no sólo ponchan llantas: ponchan el alma. El último me agarró desprevenido, oculto bajo un charquito que fingía inocencia. Caí con la fe ciega de quien cree en el pavimento y salí con la dignidad desinflada. Dos llantas en dos meses: un dúo de funerales rodantes en distintos puntos de esta ciudad que —como pocas— sabe cómo romperte el espíritu a 40 km/h.

Uno intenta ser un ciudadano ejemplar: paga sus tenencias, verifica el auto, respeta el límite de velocidad (más o menos) y esquiva hoyos como si jugara Mario Kart con consecuencias reales. Pero el destino es cruel y el pavimento tiene hambre. No importa cuánto jures que “esta vez sí me iré fijando como si mi vida dependiera de ello”: el bache te encuentra. Es personal.

El bache, de hecho, tiene alma de francotirador. Espera agazapado, inmóvil, paciente. Sabe que tarde o temprano pasarás por ahí. Y cuando lo haces, no falla. Da igual si es de noche o de día, si vas distraído o concentrado: el disparo es certero, seco, irremediable. ¡Bang! Llantazo. En el campo de batalla urbano, el bache es el tirador invisible que nunca desperdicia una bala.

Si los programadores de Waze o Google Maps lograran detectar y trazar rutas sin estos depredadores de llantas y amortiguadores, serían declarados héroes nacionales.

Y, sin embargo, aunque lo odiamos, terminamos aceptándolo como parte de nuestra fauna vial. ¡Ah!, y es sumamente democrático: lo sufren igual el Uber, el Audi y la combi.

El bache es, de hecho, nuestro verdadero patrimonio cultural. En otras ciudades hay estatuas, puentes, catedrales. Nosotros tenemos hoyos en las calles, avenidas y (dizque) vías rápidas. Son como estrellas del firmamento urbano: cada quien tiene su favorito, el que le arruinó el día o el que visita a diario rumbo al trabajo. Hay baches con historia y con más profundidad que algunos funcionarios públicos.

Y luego están los socavones, el hermano mayor del bache. Ese brother gigante que aparece cuando el pavimento ya se hartó de fingir normalidad. Si el bache es travieso, el socavón es nihilista: se traga coches con todo y su conductor, sin culpa ni remordimiento. Es la evolución natural del asfalto cansado. El bache sueña con convertirse en socavón, y lo logra cuando la fuga de agua o la incompetencia burocrática le dan un empujoncito.

Dicen que los están reparando. Y sí… un día amaneces con maquinaria, ruido, hombres de chaleco fosforescente y un ligero sentimiento de esperanza. Pero la alegría dura poco. Reparan el bache, en efecto, pero dejan montañitas de escombro en la banqueta más cercana. Ya he visto retoñar plantitas sobre ellos. La naturaleza se abre paso. Donde antes había un gran bache, ahora florece un jardín postapocalíptico. Eco-bache, versión chilanga.

Quizá esto sea parte de una estrategia sustentable: reforestar la ciudad, pero desde el pavimento. Los baches como incubadoras de vida. Si esto sigue así, y con los chubascos que estamos padeciendo, pronto tendremos manglares en la lateral del Periférico y una selva tropical en las calles de la Roma y Condesa.

Claro, las autoridades presumen que reparan muchos de estos baches cada mes. Pero uno se pregunta: ¿cuántos nacen por cada uno que tapan? Sospecho que los baches se reproducen por mitosis. Los taparon el martes, y el jueves ya brotó uno nuevo, más joven, más ágil, más profundo.

El bache se rebela contra el chapopote que pretende sellarlo como la amalgama a la muela picada. Son, tal vez, el espejo más honesto del país: todos los tapamos por encima y dejamos que vuelvan a abrirse.

Mientras tanto, los conductores seguimos practicando ese ballet cotidiano de esquivar, frenar y maldecir con elegancia. En la Ciudad de México no manejamos: sobrevivimos entre cráteres. Y cuando caemos, hacemos lo que todo buen chilango hace: suspirar, insultar al aire y pensar: “algún día alguien debería escribir sobre esto…malditos baches”.

Ese día llegó.

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