A mediados del pasado mes de marzo, Nayib Bukele, presidente de El Salvador, criticó la grave situación de inseguridad que México padece desde hace años y dijo que, aunque el país es mucho más grande (en todos los sentidos), se podría contener la violencia controlando estado por estado. Uno a la vez, y así sucesivamente.
“28 de los 32 estados de México tienen una población igual o menor a la de El Salvador. ¿Por qué, entonces, no pueden resolver el tema de la seguridad en un solo estado con menos habitantes que El Salvador, teniendo los recursos de un país con 130 millones de habitantes?”
Dejando de lado las —en extremo— polémicas estrategias que Bukele ha implementado en su país para, en efecto, reducir prácticamente de tajo la violencia criminal que lo azotaba, la sencillez del argumento que esgrimió debería provocarnos serios cuestionamientos.
¿Y a qué me refiero? Amable lector(a), voltee a ver el baño de sangre en el que se ha convertido Sinaloa, particularmente su ciudad capital, Culiacán, desde que inició la más reciente fractura del Cártel de Sinaloa, en esta ocasión entre las facciones de los Zambada y los Guzmán, herederos del afamado Chapo.
A raíz de la detención (como sea que esta haya ocurrido) de El Mayo Zambada por autoridades estadounidenses —orquestada, según el propio Mayo, por uno de los hijos del Chapo—, se sabía el tamaño mayúsculo del pleito que estaba en puerta.
Desde julio de 2024 se han trasladado a Sinaloa poco más de 10,000 elementos del Ejército, la Guardia Nacional y fuerzas especiales para reforzar la seguridad ante la crisis de violencia. A estos efectivos hay que sumar a la policía estatal y a las distintas corporaciones municipales.
Y, aun así, tan solo del lunes al viernes de la semana pasada ocurrieron 59 homicidios en esa región, de acuerdo con cifras oficiales. Algunas de las víctimas fueron decapitadas y colgadas de un puente vehicular. El tristemente, ya clásico, sello del narco.
Sinaloa tiene poco más de tres millones de habitantes. Es decir, la mitad de la población de El Salvador. En extensión territorial, representa apenas el 2.9% de nuestro territorio nacional. Es bien sabido quiénes lideran las facciones en pugna, distan de ser figuras anónimas. Y, aun así, no es posible sofocar el incendio de violencia y sus devastadores efectos secundarios: negocios que cierran, niños que no van a la escuela, adiós al turismo, pérdida de empleos, etc.
¿Y el señor gobernador? Bien, gracias.
¿Entonces, qué nos queda? Si con gran parte de la fuerza del Estado concentrada en un solo punto no es posible contener la violencia, mucho menos erradicarla, tal vez el problema no sea solo de fuerza, ni de número, ni de territorio.
Tal vez el problema es que, en México, hay estados —como Sinaloa— donde el poder criminal no solo desafía al Estado: lo habita, lo infiltra, lo asocia y lo condiciona. Y mientras eso no cambie, podemos seguir enviando soldados por miles… para seguir contando cadáveres por cientos.
Maldita sea la red de complicidades tejida durante décadas entre el crimen organizado y el poder político. Lo que Sinaloa revela no es una falla operativa, sino una falla estructural del Estado mexicano para recuperar el control donde nunca lo ha tenido del todo.
Controlar un estado a la vez, sugiere Bukele. El problema es que, en México, hay estados donde el crimen es el Estado.
Posdata
Ovidio Guzmán, hijo del El Chapo, ha pactado con las autoridades estadounidenses declararse culpable y brindar información a cambio de beneficios que desconocemos hasta ahora. Dudo mucho que pase más de una década en prisión. Lo que significa que podría estar en libertad antes de cumplir, siquiera, 50 años de edad. Decenas de militares, policías y civiles mexicanos perdieron la vida para capturar a este personaje.
¿De verdad vale la pena pagar con tantas vidas mexicanas para entregarlos… y verlos salir libres en unos años?