Hace ya muchos años, a mediados de la década de los 90´s, uno de mis mejores amigos sufrió un grave accidente aprendiendo a volar un ala delta. Las consecuencias fueron devastadoras. Felipe quedó cuadripléjico. Solamente tenía control de su cuello, hombros y del tríceps de su brazo derecho.
Los 15 años que vivió tras el accidente, y hasta su muerte, fueron una muestra de coraje y valentía ante el severo deterioro de su físico y de su metabolismo. Aun así, rara vez lo vi llorar o sentir lástima por sí mismo.
Pero el cuerpo humano no fue hecho para estar postrado inerte en una silla de ruedas o en una cama todo el día. Y después de casi tres lustros de múltiples procedimientos médicos, cirugías y terapias de todo tipo, tristemente llegó el día en que mi querido amigo no tenía más opción que permanecer inmóvil y enfermo en su cama y cada dos días tener que ir a que dializaran su sangre ya que sus riñones habían dejado de funcionar.
Ante esta circunstancia, fue que solicitó mi auxilio, quería que lo ayudara a bien morir y en sus propios términos. Estaba perfectamente consciente de su situación y de lo que le deparaba el futuro. Su familia respaldaba esta decisión.
Le dije que sí, pero que me permitiera hacer una debida diligencia ante la responsabilidad de tal petición y las consecuencias que podría acarrear mi asistencia ante su petición.
Consulté a un abogado penalista, a un notario público y a más de un médico… la conclusión era la misma. Para mí no habría salida y por más condiciones atenuantes que existieran, mi ayuda podría llegar a ser clasificada legalmente como un homicidio. Así fuera un homicidio por piedad que se castiga con una pena de 2 a 5 años de cárcel.
Felipe murió hospitalizado semanas después, en condiciones extremas que no describiré porque no hace falta. Solo diré que aún me duele no haber podido evitarle esos días interminables de sufrimiento y un final que —simplemente— no merecía.
Traigo esta historia porque la conversación pública sobre la eutanasia y el derecho a decidir el final de la vida ha vuelto a la mesa.
Esto no se trata de un debate académico ni jurídico, sino de algo mucho más elemental: el derecho a interrumpir el sufrimiento cuando la vida se ha convertido en una condena.
En México, esa libertad no existe. La legislación permite la voluntad anticipada, pero prohíbe la eutanasia activa. El mensaje es claro: puedes pedir que no te prolonguen artificialmente, pero no puedes decidir cuándo terminar tu agonía.
La consecuencia práctica es brutal: personas plenamente conscientes, sin deterioro cognitivo y con la lucidez para evaluar su propia situación (como Felipe), son obligadas por el Estado a permanecer vivas en cuerpos devastados y sin posibilidad alguna de recuperación.
Cuento mi historia personal porque es un recordatorio concreto de lo que pasa cuando el Estado se arroga la autoridad de decidir por encima de la voluntad de quien sufre. Cuando la ley se interpone entre una persona lúcida y su derecho a despedirse con paz y dignidad.
Si el Estado reconoce la libertad como un valor fundamental, ¿por qué la niega justo en el momento más íntimo de la existencia?, ¿qué sentido tiene proteger una vida que esa misma persona, con plena conciencia, determina que ya no es vida?
No hablo de suicidio. Hablo de autonomía. De dignidad. De humanidad.
Para concluir; estando al lado de su cama en aquel hospital de Gabriel Mancera, pedía a Dios que ya se llevara a mi amigo. Él no podía hablar por estar intubado, pero se comunicaba a través de parpadeos y una improvisada tablita con las letras del abecedario… no había duda, su mente seguía despierta, presente, luminosa y prisionera desde hacía mucho de un cuerpo que ya nunca se iba a recuperar para otorgarle un mínimo de calidad de vida.
¿Quería morir? No, quería dejar de sufrir. Hay una diferencia enorme ahí.
Dolió mucho no haber podido ayudarlo a despedirse como él hubiera querido. Quizá por eso escribo esto. Porque sé lo que significa amar a alguien y no poder aliviarlo.
Y porque ojalá nadie más tenga que quedarse con la sensación de haber llegado tarde al último acto de la dignidad.
POSTDATA – Samara Martínez, quien padece una enfermedad terminal degenerativa, presentó ante el Senado la iniciativa llamada “Ley Trasciende”, propuesta para legalizar la eutanasia en México. Argumenta que la vida es un derecho —no una obligación— y que cuando esa vida deja de tener dignidad y deviene sufrimiento, se impone reconocer la libertad de decidir su fin. Apela a los legisladores: legislar el final de la vida “no es un asunto técnico ni de fe: es un acto de humanidad”. Gracias mil, Samara.

