Teuchitlán es el espejo en el que nadie quiere mirarse, pero del que nadie puede escapar. Lo sucedido ahí rebasa el horror habitual al que, tristemente, nos hemos ido acostumbrando. Es un monumento sangriento a la indiferencia y a la complicidad institucional; un testimonio silencioso brutalmente desgarrador.

Sobran las palabras frente al cúmulo de cientos de zapatos, prendas de vestir, mochilas y maletas que evidencian un verdadero campo de exterminio en donde seres humanos fueron destruidos metódicamente.

La existencia de estos lugares no es nueva ni sorprendente; lo que asquea, lo que llena de rabia, es la indiferencia cínica del Estado mexicano. Municipios, gobiernos estatales y hasta el gobierno federal han optado por ignorar lo evidente, volteando hacia otro lado mientras miles continúan desapareciendo en la más absoluta oscuridad.

Es imposible abordar esto sin sentir el vértigo de la indignación, sin que hierva la sangre ante la complicidad silenciosa que se traduce en impunidad. Resulta inconcebible creer que ninguna autoridad supiera lo que ocurría en esos terrenos malditos. Elegir deliberadamente el silencio, la complicidad, la omisión criminal que, en términos prácticos, significa cooperación con el horror.

Cada fragmento de hueso encontrado grita una verdad incómoda: en México, la vida humana está a merced de criminales. Los colectivos de búsqueda son héroes silenciosos que llevan dignidad donde el Estado lleva vergüenza, exponiendo el cinismo gubernamental con cada pala enterrada en la tierra.

Aquí no caben ambigüedades. Lo ocurrido debe ser llamado por su nombre: un crimen de lesa humanidad, comparable en esencia -no en proporción- con los horrores de Ruanda o los campos de exterminio nazis del siglo XX. Minimizarlo, ignorarlo o disfrazarlo con retórica política es complicidad.

¡Basta ya! No más cinismo institucional. Teuchitlán es un llamado urgente a confrontar el mal en su raíz: la corrupción, la impunidad y la complicidad oficial.

México debe decidir hoy qué clase de país quiere ser: uno que permite el exterminio de ciudadanos inocentes o uno que enfrenta con coraje y con la verdad sus horrores más profundos.

Esta tragedia también revela a una sociedad anestesiada por la saturación de violencia y el flujo constante de noticias desgarradoras. Pero la indiferencia colectiva no puede ser excusa para la parálisis institucional. El horror revelado debe provocar una reacción inmediata y profunda de la sociedad civil.

Este no es un fracaso accidental, es estructural. La crisis de humanidad que vivimos no se resolverá con discursos vacíos ni promesas efímeras, sino con acciones firmes y concretas. Con instituciones que trabajen realmente al servicio de la justicia, y no al interés mezquino de políticos y criminales.

Es tiempo de abandonar las palabras huecas y los gestos simbólicos. México necesita un compromiso real, tangible y honesto para para dejar de sangrar por las heridas abiertas que representan lugares como Teuchitlán.

Presidenta Sheinbaum: esta es una obligación moral y ética impostergable. Asuma la responsabilidad histórica de no permitir que esta atrocidad se repita jamás.

Teuchitlán no debe ser otro nombre en una lista interminable de sitios de horror; debe ser un permanente recordatorio, doloroso y contundente, de que nuestra humanidad está en crisis.

Cada desaparecido, cada víctima encontrada en ese rancho del infierno es un juicio implacable contra quienes desde el poder optaron por la comodidad del silencio y la complicidad.

¿Cuántos Teuchitlán más serán necesarios para despertar nuestra conciencia colectiva? ¿Cuántos gritos más tendrán que ahogarse en la indiferencia antes de que reaccionemos con la determinación que la situación exige?

No más indignación pasajera. Es hora de exigir justicia de manera real y presionar sin descanso. Si permitimos que Teuchitlán caiga en el olvido, estamos firmando la sentencia de miles más.

@CarlosSeoaneN

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