A finales de los años 60 las revoluciones culturales, ideológicas y bélicas eran parte de las discusiones de nuestros padres, hermanos y amigos. Habiendo crecido en la frontera norte era usual que las familias estuvieran marcadas por esos temas que fueron parte de nuestra vida y memoria. Fue también esa época en la que el mundo se trastocó y el uso de las drogas tuvo su mayor auge y arranque. La psicodelia fue la promotora idónea de la normalización del uso de sustancias ilegales que pretendían conducir hacia los linderos de la consciencia. Viaje infinito del cual muchos no regresaron, tristemente.

Recuerdo al fundador de Pink Floyd, Syd Barrett, músico virtuoso, que nunca recuperó su lucidez luego de una mala travesía. Nunca entendí del todo cómo se daba la iniciación que te conducía hacia las drogas, afortunadamente jamás las utilice, menos las necesité. Supongo que para cierta parte de mi generación significaron algo que ni siquiera puedo nombrar porque, y lo digo sin puritanismos, sencillamente lo desconozco, “no le entre”.

Hace algunos días buscando inspiración a media noche para escribir esta entrega escuché Nights in White Satin de The Moody Blues. La pieza no me hizo sentido en la infancia y ahora me invitó a melodiosamente repensar el pasado. Reparé y me reencontré con el trecho generacional. A principios de los 70, en aquellos lejanos instantes juveniles, los niños casi jóvenes apostaban a la evasión irresponsable, se dejaban consumir y guiar por los vicios. Tal vez había en ellos un dejo de cobardía e ignorancia que los invitaba a temerle a la vejez que inicia cuando crees que te haces hombre. No pretendo juzgar sino solo tratar de darle lógica a mis recuerdos y mis actuales principios y valores, que son idénticos.

Con ánimo tranquilizador y esperanzador para finalizar enero, mientras recorría una de las bellas carreteras de la península de Baja California Sur entre San José del Cabo y La Paz, se hizo presente la profunda voz de Facundo Cabral que enalteció bellamente algunos minutos aquel increíble viaje por el desierto. El amable conductor nos prestó su música y escuchamos al cantautor dejar escapar de su viva e incomparable voz algunos versos ciertos con la poesía que hacía homenaje a su paisano inmortal Jorge Luis Borges, argentinos al fin ambos. Según recuerdo la narrativa acariciaba algo parecido a, al identificador al incomparable maestro esto: “acérquese, le rogamos, queremos aprender de usted en esta cantina que nos da la oportunidad de escucharle”. A lo que el genial poeta Borges contestó [creo que en su etapa de ceguera]. “¿Qué hacen y a qué se dedican jóvenes maravillosos?”. Tímidos e igual de insolentes reviran torpemente que son cantantes de música de protesta, a lo que el genio solo contestó preciso y conciso en su prosa mágica “Pero qué enorme privilegio”, “¿por qué no hacer incluso alguna propuesta?”. En ese momento la anécdota me tocó el alma. Esa breve opresión que sientes en el paladar previo a soltar el llanto llegó y se fue pronto aunque me dejó inquieto y de mal humor. Finalmente Claudia, mi adorada mujer, me hizo olvidarlo todo con uno de sus besos mientras tomamos el avión a Mazatlán. Cabral y Borges se marcharon hace tiempo pero dejaron sus versos alados en las rendijas de nuestras almas eternamente. Versos que son cantos éticos a la vida, sin duda. Hay una lección en esta anécdota… sólo hay que abrirse de corazón, y sobre todo verificar el alma permanentemente.

Nunca entendí a esa generación que le ponía versos y nombres elegantes a sus vicios [Heroin de The Velvet Underground, como ejemplo]. Nunca comprendí de qué se enorgullecían. Era una forma de justificar, supongo, su desenfreno a través de las artes como una exaltación del espíritu. Afortunadamente mi vida tomó otro rumbo que agradezco permanentemente. La ruta de ser padre, enseñar, amar, estrechar los lazos de la sangre, ha ocupado mi vida entera lo que me hace sentir como un hombre pleno por haber mostrado a mis hijos a recorrer los caminos insólitos de la existencia cubiertos del mana sagrado de su madre entregada. Soy, gracias a ellos, un mejor ser humano y un digno abuelo que ama la mirada inocente de sus nietos que me llenan de felicidad.

Décadas más tarde, me pregunto, entre melancólico y agradecido por mi increíble he inesperado destino ¿dónde habrán quedado todos los soñadores que se dejaron consumir por los malos entendidos de las drogas, por la bohemia insólita de cantos lúgubres e incluso exitosos. Quedan algunos, lo tengo claro, que rodan en las calles y los conciertos aún intentando salvar en la vejez un poco de esa juventud que partió para no volver jamás. La felicidad, lo tengo claro hoy que emprendo otra aventura de oportunidad de servir, se forja con esfuerzo, sin evadir las responsabilidades de nuestra vida que si bien no da tregua, te hace fuerte si te entregas por completo a ella de forma clara, honesta y trasparente.

Hasta siempre, buen fin.

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