Tienes nombre de luna y un destino trágico, oh Europa. Eres, según el Nobel Derek Walcott: “una luna que se burla con esos destellos”. Para otros fuiste un campo, Europa, si es que no un vientre, de miles de batallas. Eres el terreno y cuna de la filosofía de occidente, de la política del pasado y de la unión del futuro tan frágil que, entre agendas y cumbres, se pierden los días, se olvidan las acciones. Eres, Europa, esa tierra tan lejana, entre mares, donde radica parte de mi memoria.
Inicio, pues:
El título que nombra a esta columna, la palabra en sí, representó para mi generación un sueño etéreo y vivaz al mismo tiempo, a partir de la melodía que hiciera famosa el saxofonista argentino Leandro “Gato” Barbieri. Como dato Curioso la melodía de Europa antes fue llamada Earth´s Cry Heaven´s Smile que interpretaba el guitarrista Carlos Santana y que posteriormente adaptó el argentino. Fue, por decirlo, una balada en principio compuesta para una mujer sumida en las drogas, después se retomó en metáfora mitológica y la historia acogió la melodía de Santana de 1976 tan sólo como Europa . Esa armonía, pues, nos conmovió a mediados de los años setenta del siglo pasado, irrumpiendo en nuestros corazones y enseñándonos a sentir cosas que apenas intuíamos. Nuestras emociones de púberes ansiosos nos llevaban a descubrir, según pensamos, nuestras pasiones más íntimas y sublimes.
En ocasiones pienso que mi vida pende de una escala musical, pues sueño las notas, las detengo en el tiempo y a partir de ellas respiro, soy feliz… existo.
Mi padre viajó por primera vez a Europa a principios de los años 80. A su regreso lanzó un atinado comentario que jamás he olvidado: “los españoles son como el virote (nombre que le damos los norteños al bolillo), parecen un poco duros por fuera, pero les rascas tantito y encuentras pura suavidad”. Jamás olvidé su definición, jamás esa lección que rompe con los estereotipos. Al igual que todos los mexicanos y resalto el “todos”, tengo lo mismo antecedentes europeos en los bisabuelos maternos y otra parte indígena. Bien señalaba mi abuela paterna: “jamás olvides que tu bisabuelo [orgullosa de su padre] era zapoteco”, y con esto me enseñó desde niño mi origen mestizo, otra vez, como el de “todos”. Así pues, llevó a Europa en la sangre y también en el corazón como explico a continuación.
En una de sus múltiples enseñanzas, mi máximo mentor, me hizo ver que ambos fuimos muy afortunados, porque pudimos conocer el viejo continente a la edad suficiente para apreciarlo en toda su dimensión. Cuánta razón tenía, sigue teniendo, porque ambos lo conocimos a los 39 años. Es evidente que la visita inicial nos marca para la posteridad. En mi caso y, desde el primer viaje en aquel 2001, me es imposible olvidarlo. Viajé acompañado de la madre de mis hijos y visitamos únicamente Italia: Roma, el Vaticano, Florencia, Venecia y Milán en 16 días esplendorosos, mágicos, místicos. Estaba seguro de que nunca regresaría, que aquél era el viaje de mi vida y así fue en infinidad de sentidos, sin embargo la puerta, más que la ventana, quedó abierta.
El segundo viaje que hice de forma inesperada, sucedió apenas 18 meses después del primer periplo. En esta ocasión viajé a España y sólo Madrid como destino único. Quien hubiera pensado que, poco después, estaría también en París, donde me enamoré de la ciudad para siempre. No es el propósito de esta entrega destacar el privilegiado entorno que me ha regalado la vida en las últimas dos décadas, y las posibilidades de viajar constantemente a Europa, ya sea por trabajo, entretenimiento o dispersión. Prácticamente he visitado el viejo continente unas cuatro docenas de veces, nunca lo hubiera imaginado, ni siquiera en mis más atrevidos sueños, pero me siento profundamente agradecido con la vida y su creador.
Quiero dejar este testimonio porque en mi último viaje recibí grandes lecciones que deseo compartir. Creo sinceramente que merecen absolutamente la pena, si me lo permites querida amiga, apreciado amigo, finos y admirados lectores, todos y todas. En esta visita estuvimos mi mujer Carolina y yo en las tres principales capitales: Madrid, París y Roma. No deseo aburrirlos con la obviedad de las clásicas descripciones, aunque ante las ansiosas interrogantes de familiares y amigos terminan por hacernos buscar explicaciones generales para salir airosos del escrutinio hacia el viajante. Ante los cuestionamientos clásicos del: cómo te fue con el Papa, la Puerta de Alcalá, en Toledo, Madrid, con la Gioconda, la Fontana de Trevi, el Coliseo, Las Ventas, el Opazo, Dalí, Lasserre, el Greco, Alfredo di Roma, Pierluigi, Le Fouquet's, el Ritz, Alain Ducasse, Landó, El Corral de La Morería, Dani Brasserie en Four Seasons, Casa Lucio, Amazónico y ese infinito y largo etcétera que acompaña un viaje indescriptible, donde es bueno tener datos curiosos que resaltar, momentos que contar.
Sin embargo, lo más bello, lo más hermoso y, por eso con toda la pena del caso me atrevo a escribirlo, con el ánimo de la mayor humildad lo digo, viví un viaje formidable porque creí en cierto momento que jamás volvería a tocar tierra en Europa. El mundo se nos movió a los seres humanos y a los seres vivos en marzo del 2020, cuando nos sentenciaron a un enclaustrado entorno que nunca imaginamos, tuvimos que regresar a nuestro origen y revisión interna. A rezar, comer y amar como dice el título de la película. Y en medio de todo eso a pensar en un mundo mejor, añorando, por cierto, la posibilidad de regresar a ciertos espacios, a ciertos lugares. Sobre todo, lo más importante, poder abrazar nuevamente a los que amamos y nos aman. A nuestra pareja, padres, hijos, nietos, hermanos, tíos, primos, amigos, seres únicos que nos llenan de alegría el corazón, el alma, la existencia.
Sabíamos e intuimos que el futuro sería, debería de ser mejor, después del caos, que teníamos que cambiar, que la vida de tantos seres queridos que se fueron en estos casi 20 meses, nos dejó algo, nos sembró algo. En mi triste, humilde y doloroso caso: pensaba y soñaba con una mayor humanidad individual para mí, para mis amados, para todos, otra vez el “todos”.
Felizmente acabo de descubrir en este viaje, en esta bendita travesía que me hizo recordar las palabras de mi padre, después de cruzar por primera vez el Atlántico hace más de cuatro décadas y, al tratar de describir a los españoles, a los europeos, puedo decir con suma franqueza que: los españoles son las personas más amables del mundo, los franceses los más simpáticos, los italianos los más atentos. Ellos, los hijos de Europa y hermanos de nuestro pueblo me enseñaron que evolucionaron para la eternidad, que se apartaron ya de los estereotipos, de esas famas tristemente ganadas como clichés.
Esas culturas sí aprendieron del aislamiento. Son nuevas y mejores personas, desde el taxista hasta el gerente, pasando por el botones, el chef, el pianista, el mesero y el despachador del aeropuerto; los funcionarios públicos, de aduanas, el policía. Cualquier contacto humano hoy es más humano que nunca, esa es la gran lección, debemos ser mejores en lo que sea que hagamos. Esta oportunidad debe ser para todos, gobernantes y gobernados, médicos, científicos, religiosos, políticos, intelectuales, empresarios, comunicadores, tú, el o yo; a la humanidad le deseo que se vuelva más humana por la vía de Dios, que así sea de manera permanente.
“Soy fundamentalmente optimista. No puedo decir si eso viene de la naturaleza o de la educación. Parte de ser optimista es mantener la cabeza apuntando hacia el sol, los pies avanzando. Hubo muchos momentos oscuros en los que mi fe en la humanidad fue puesta a prueba, pero no quise ni pude entregarme a la desesperación. Ese es el camino de la derrota y la muerte”, gracias Don Nelson Mandela por sus palabras, queda en ustedes amigas queridas, apreciados amigos sopesar si esta pandemia los hizo cambiar para estar de frente en la vida, y si pasarán los días de la vida agradecidos porque pueden…
Hasta siempre, buen fin.