Así como el agua quita la sed, la tierra da pertenencia. El agua y la tierra son la materia prima del barro, de la vida sobre la que construimos las memorias que anidan en nuestro pensamiento y corazón, que nos brindan dignidad e identidad. La dignidad, en todo caso, es uno de los azafranes de la existencia que nos permite elevarnos por encima de las limitaciones de los demás.
John Dos Passos, el narrador estadounidense, escribió las siguientes palabras que integraré con otras ideas: “la creación de la visión del mundo es obra de una generación más que de un individuo, pero cada uno de nosotros, para bien o para mal, añadimos nuestro ladrillo al edificio que habitamos”. Cada ladrillo, siento, se fragua con dignidad, que podríamos llamar decencia. Le faltan hombres decentes a esta vida… aún así la vida florece, seguramente gracias a las mujeres.
Debo de haber tenido menos de tres o cuatro años de edad cuando se instalaron en mí las primeras memorias del Club Campestre, esa hermosa campiña entre las colinas agrestes de Tijuana que, hasta la fecha, se mantiene jadeante con su verde profundo que a todos ilumina. Fue en el Campestre donde aprendí a nadar, a disfrutar de la alegría, a sonreír, a convivir con otros tijuanenses. Los niños, espíritus libres e inocentes, no sabemos de prejuicios, sentimientos que, desafortunadamente con el paso del tiempo se adhieren a los humanos y se suman a los complejos que marcan nuestras vidas hasta el fin de los tiempos.
Aquellos dias de infancia corrieron en los años 60 del siglo pasado, un momento vital en la historia de la humanidad donde todo brillaba y resultaba precioso, existía en el mundo una revolución hacia el futuro que transformaron la identidad del siglo XX. Hoy que tengo oportunidad de publicar lo que siento, es una fortuna por haber vivido en ese tiempo, con esa felicidad, con ese amor profundo compartido con mi amada familia.
Aquel tiempo y espacio se lo debo en primer lugar a mi abuelo materno don Ramón Álvarez Flores, hombre de gran valía, trascendente, de esa clase de patriarcas forjadores y formadores que diseñaron con sus enseñanzas la esencia de lo que somos como tijuanenses. Ilustradores como mis abuelos, labraron palmo a palmo el presente de Tijuana. Hicieron de la dignidad su lábaro: nada hurtaron, nada ocultaron porque no era necesario. Si se es honesto la fortuna finca su casa en tu existencia y en tu alma.
De la carne y la sangre de mis abuelos provengo, de mis padres, de esta tierra. Puedo decir que, hasta la fecha, nadie me ha regalado nada. Se me indicaron y marcaron desde mi niñez las rutas que existían en la vida. Me nutrieron de lecciones, de poesía y música, hice mías las palabras de Joan Manuel Serrat y Alberto Cortez mientras conquistaba los linderos de esta presencia tan curiosa y bella.
Han pasado los años y me cuestiono acerca del proceder de mi padre: él siguió los ejemplos de los abuelos. Fue y es un hombre pulcro, socialmente responsable, que no necesitó de la competencia para ser ejemplo y guía. Mi padre participó del Club con respeto y cierta distancia, apreciaba el espacio y creo que realmente no lo disfrutaba tanto como yo, pero entendía la importancia de este ícono que ayudaba y ayuda a estrechar los lazos de una comunidad que trabaja por Tijuana con amor y pasión.
La permanencia de mi padre en el club [que ha pisado en pocas ocasiones], ahora lo entiendo, no fue por él sino por nosotros, sus hijos, sus nietos y bisnietos, sus herederos, su honor y su orgullo. Quiso enseñarnos a querer nuestra tierra. Mi padre, y prosigo, quizá estuvo en las fiestas de debutantes de mis hermanas, en alguna boda aburrida, en algún pleito divertido o en algún espectáculo en el salón principal y no más. Recibió el honor de tomar la antorcha que no habría aceptado jamás gratuitamente de mi abuelo de ninguna forma heredada, si no más bien, pagada con orgullo.
Tijuana y su sociedad, entendámoslo así, dice constantemente mi padre: eres tú hijo, soy yo, tu madre, son tus hermanos y la gente de bien que transita por las calles, todos somos herederos del esfuerzo de una y otra generación. Somos la columna vertebral de este proyecto de vida arraigado entre el mar y el desierto.
Puedo decir que en el Club Campestre he gritado entre sus paredes y maravillosos pastizales, he vivido y forjado mis memorias en ese lugar que hoy quieren mermar sin dignidad algunos, que son ajenos a la felicidad comunitaria. Seré enfático: estoy a favor incondicionalmente con la existencia del Club, mi Campestre, del que forma parte mi familia desde hace más de cinco décadas.
Pertenezco al Club, primero, como nieto de un socio. Segundo, como hijo de un socio. Tercero, como socio desde hace varios lustros, será herencia de mis hijos y mis nietos; por último: estoy a favor del Club porque sencillamente es la máxima identidad de esta tierra y si no lo entendemos así no fuimos hechos del barro de esta frontera.
Alzo la voz con orgullo por los patriarcas del Club Campestre, por el general Abelardo Rodríguez, Carlos Araico, Manuel y Miguel Barbachano, Miguel Bujazán, Manuel Contreras, David Cota, Mariano Escobedo, Alfonso García, Miguel Calette, González, Rodolfo Gil, Octavio Lelevier, Antonio Martínez, Dr. Servando Osornio, Leopoldo Uribe, Armando Verdugo, Vicente Zaragoza, Luís González Espinoza, entre tantos y otros hombres que nos dieron esencia, sueños y pertenecía. Ellos, sin complejos, sin demandas, sin injusticias ni arrebatos, sólo con su entrega, esfuerzo e ideales nos enseñaron a construir uno y mil sueños.
Como tijuanense y hombre pensante, por demás aguerrido y entregado, declaro que no permitiremos (honroso plural) que nos arrebaten ese universo de memorias que es el Club Campestre, donde se sembraron las ilusiones y los sueños de grandes mujeres y hombres de Tijuana. Creo en Dios, por sobre todas las cosas, y no en vano digo que ojalá se ilumine el pensar de quienes intentan quitarles a los tijuanenses una parte fundamental de su historia.
“Es cierto, en todo caso, que la ignorancia, aliada con el poder, es el enemigo más feroz que puede tener la justicia”, declaró el genial norteamericano James Baldwin. Aquellos políticos que naufragan hoy por el “Poder” perdieron la brújula, por tanto la tierra, por tanto la vida y, sin más, sus lugares en la memoria de los bajacalifornianos. Perdieron, pues, su residencia en la trama de la historia por sus limitaciones y serán sombras que desaparecerán al alba cuando cierren la boca, teniendo aún la oportunidad de corregir el rumbo al que respetuosamente los invito.
Canta Joan Manuel Serrat: “nada tienes que temer, al mal tiempo buena cara, la constitución te ampara, la justicia te defiende, la policía te guarda, el sindicato te apoya, el sistema te respalda”, son los versos justos del profeta para que todos abramos los ojos.
Hasta siempre y buen fin.