Trump y López Obrador comparten, a todas luces, diversas actitudes al hacer política, además de no pocas creencias. Entre estas últimas destaca la indiferencia de ambos hacia la ciencia y la tecnología. Por ejemplo, Trump siempre ha negado, a pesar de la abrumadora evidencia empírica al respecto, que el calentamiento global sea mayormente causado por las actividades industriales. Que sepamos, López Obrador nunca se ha manifestado específicamente sobre ello, pero es de sobra conocido su desdén por varias tecnologías limpias, como la eólica y la solar, que pueden usarse para generar electricidad.
En el caso del presidente estadounidense ese negacionismo tiene ciertamente motivos políticos, pero también es consecuencia de su narcisismo pronunciado, lo que lo hace rechazar de manera casi automática los asuntos que son ininteligibles para él (muchos, por cierto). Por otro lado, en el caso del presidente mexicano, hay también varias razones atrás de su rechazo por la energía limpia, pero la fundamental es más bien ideológica.
En efecto, el Presidente se opone a la Ley de la Industria Eléctrica vigente que privilegia la generación de electricidad mediante tecnologías que se consideran limpias. Éstas son, por ejemplo, las que hacen uso ya sea del viento, de la radiación solar, de la energía oceánica o del calor de los yacimientos geotérmicos. Las únicas fuentes de energía limpia que son aceptables para el actual gobierno son las centrales hidroeléctricas y la central de energía nuclear de Laguna Verde en Veracruz. En ambos casos, quizás sobre añadir, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) es la única facultada para operar las centrales.
Hasta hace poco la ley incentivaba de manera abierta la generación de energía limpia, pues ésta no es aún competitiva ante los combustibles de precios bajos y altamente contaminantes, como el carbón o el combustóleo. La manera de hacerlo era a través de los llamados Certificados de Energías Limpias, los cuales tenían que ser comprados por los grandes consumidores, sobre todo la CFE, para garantizar que sus fuentes de energía limpia cubrieran al menos un cierto porcentaje del total.
Además, para propiciar la oferta de nuevos generadores de energía limpia, la ley establecía que solo podían recibir esos certificados las centrales privadas o públicas que entrasen en operación a partir de agosto de 2014. O, en su defecto, las ya existentes que realizaran nuevos proyectos para aumentar su producción de energía limpia. Dado que tales restricciones ponían en un aprieto tanto financiero como tecnológico a la CFE, el gobierno ahora pretende, faltaba más, que al organismo estatal no se le aplique la ley.
De manera contrastante con Andrés Manuel López Obrador, el presidente electo de Estados Unidos, Joseph Robinette Biden (Joe Biden), quien tomará posesión el próximo 20 de enero de 2021, es un ambientalista de pies a cabeza. De acuerdo con sus promesas de campaña, tan solo para la investigación y desarrollo de energías limpias se invertirán, en los próximos cuatro años, alrededor de dos millones de millones de dólares. Dos trillones de dólares como dicen ellos, o dos billones como decimos nosotros, lo cual, se diga como se diga, es un monto estratosférico de dinero. La semana que entra se explorarán las implicaciones que tendrá para México la ambiciosa política ambiental de Biden.