¿Por qué tenemos la manía de no creer lo que dicen los políticos en campaña? ¿Por qué optamos por autolavarnos el cerebro con que una vez que lleguen al poder no serán tan rudos como exhiben que van a ser?
No creyeron que AMLO fuera a cancelar el aeropuerto. Lo anunció desde que se puso la primera piedra, y optaron por el anhelo. “Se va a moderar”, decían. Pensaron que era bluff lo de tratar de acabar con el INE y la Suprema Corte, de los que llevaba quejándose dos décadas. Lo anunció, no le creyeron, se los cumplió.
No es un tema exclusivo de México. Los gringos no creyeron que Trump iba a abrazar a Putin, romper el Acuerdo de París para el cambio climático, ponerle tarifas a China (amenazar a México con lo mismo) y no aceptar su derrota electoral. Los británicos no creyeron que Boris Johnson iba a hacer el Brexit. Nadie creyó que Putin se atrevería a invadir Ucrania ni que Maduro impidiera contender a todas las Corinas que se le pusieron enfrente.
Con el tercer debate presidencial, Claudia Sheinbaum nos dejó claro qué presidenta quiere ser. Ya no es parte de un análisis, una prospectiva o una especulación. Más vale empezar a creerlo.
Claudia Sheinbaum está resuelta a, en caso de ganar, completar la destrucción de la democracia mexicana que arrancó Andrés Manuel López Obrador. Claudia no quiere ser la versión light de AMLO. Es la versión recargada.
Cooptar a la Suprema Corte y destruir su esencia de contrapeso. A López Obrador le faltó un paso, Claudia lo quiere dar. Cooptar al INE y dinamitar su esencia de árbitro imparcial de la democracia. A López Obrador le faltó la última milla, Claudia la quiere recorrer. Como en los regímenes autoritarios más salvajes, todo esto se hace con el pretexto del poder del pueblo, que en realidad es el poder del líder o la líder.
En el país de Claudia no cabemos todos. Su cierre del debate del domingo fue pensado y ensayado: allá están ustedes, aquí estamos nosotros. En la discusión, dejó claro que en su eventual mandato la oposición no cabe. Persecución, no diálogo. Igual para la crítica, venga de la prensa, de la intelectualidad, la sociedad civil, los activistas, las feministas. El que piensa diferente está inhabilitado moralmente. No merece ni que se le voltee a ver.
Como si fuera una mañanera, la vimos muy suelta y muy segura desestimando pruebas contundentes, manipulando estadísticas, inventando otras, mintiendo con descaro y soberbia. Mucha, mucha soberbia. Sectaria, ruda, indolente. Negó hasta los muertos de la pandemia. Frases de terror maquilladas con dulce voz.
Con ese handicap, lo que López Obrador no se atrevió a hacer o decir, ella sí lo dirá y lo hará. De los hijos de AMLO ella es la más obediente y la más perversa. Ha adoptado el discurso y el plan. Decir que separaron el poder económico del poder político cuando la mayoría de los grandes oligarcas de México desfilan por Palacio intercambiando elogios por contratos. Decir que se ha pacificado el país con 180 mil muertos. Decir que no hay corrupción, cuando están los hermanos, los hijos, Segalmex, Bartlett, Nahle. Hablar de profundizar la militarización —usando el disfraz de la Guardia Nacional— cuando militares y democracia deberían aparecer en el diccionario como antónimos.
En julio de 2022, me marcó un artículo de Janan Ganesh en el Financial Times: “Cuidado con la ola de populistas competentes”. Hablaba de cómo se jubilaba una generación de populistas excéntricos y llegaban sus herederos, los populistas disciplinados. Se van los showmen desordenados y llegan sus hijos nerds capaces de terminar de leer un dossier con datos, de dedicar horas al tedioso trabajo de caminar desde la planeación hasta la implementación. Se van los manojos de impulsos y llegan los del excesivo autocontrol. Se acaban las payasadas, empieza la frialdad. Se va el circo y se quedan los leones sin jaula.
Como dice el presidente al abrir las mañaneras: “Ánimo, que lo mejor es lo peor que se va a poner”.