¿A quién condena y a quién perdona el líder? ¿A quién abandona a su suerte y por quién pone el pecho a las balas? Estamos por terminar el sexenio sin que sean explícitos los criterios con los que actúa el presidente López Obrador cuando alguno de los suyos se mete en un escándalo.
Santiago Nieto Castillo es el ejemplo más reciente. En los primeros años del sexenio, AMLO tuvo en él a un soldado fiel y entregado, al frente de la temida Unidad de Inteligencia Financiera (UIF).
Por servir a los intereses de López Obrador, Santiago Nieto arrojó a la basura su trayectoria y el nombre que había construido como un servidor público comprometido con el combate a la corrupción. Se convirtió en el brazo con el que el régimen perseguía a quienes el presidente consideraba sus adversarios políticos. Pasó de ser un representante de la salud democrática a un icono del autoritarismo.
Con tal de complacer los apetitos de su jefe, Santiago Nieto se despojó de todo profesionalismo y se rebajó al indigno papel de acudir a las mañaneras para danzar la música de la saliva presidencial. A quien el presidente necesitaba quitarse de encima —un juez independiente, un funcionario autónomo, un empresario rebelde—, Santiago Nieto le abría una investigación de la UIF que servía para alimentar las calumnias obradoristas, aunque judicialmente no llegara a ningún lado. Esta maniobra de intimidación fue sumamente eficaz contra muchos personajes que se doblaron.
Y así, después de endosarse políticamente a AMLO, un día Santiago Nieto decidió que se quería casar y con buena fiesta. Una boda fifí. No lo perdonó el presidente. Lo lanzó al basurero de sus desprecios. Santiago Nieto se fue del gabinete federal, buscó refugio temporal en el equipo del gobernador de Hidalgo y ahora que quiso ser senador, ni con eso le ayudó. Lo dejó vulnerable a que el Tribunal Electoral bateara su candidatura y así sucedió hace unos días.
Santiago Nieto y César Yáñez (aún más íntimo), dos soldados que sirvieron sin reparo a su comandante, fueron desterrados por la misma razón: una boda cara. El motivo parece irrelevante y frívolo frente a las casas, empresas y contratos de Bartlett; los 15 mil millones de Ignacio Ovalle en Segalmex; la inexplicable riqueza de Rocío Nahle; los desplantes de poder y dinero de Adán Augusto López; los contratos de su hermana Rosalinda López, número dos del SAT; el edificio de Luisa Alcalde; los contratos de Román Meyer; los abusos de poder del fiscal Gertz; los viajes VIP del secretario de la Defensa; la incontenible Ana Guevara; las irregularidades de Francisco Garduño en Migración, que costaron vidas; o lo de la Línea 12 del Metro por la que debieron pagar Ebrard o Sheinbaum. Por no hablar de la corrupción y tráfico de influencias de sus hijos y sus amigos íntimos.
¿Por qué frente a hechos mucho más graves defiende a sus colaboradores al extremo de la irracionalidad y el alto costo político? El criterio no parece seguir ninguna lógica.