El Día 1 los ministros de la nueva Suprema Corte arrancaron impregnándose de humo de copal para hacer propaganda con los valores indígenas y de austeridad que llegaban ese día a instaurarse en el Poder Judicial. Varios de esos ministros cerraron la histórica jornada cenando en un salón privado de uno de los restaurantes más lujosos de la Ciudad de México, el francés Au Pied de Cochon, según reportes periodísticos.

El Día 2, los ministros que llegaron al cargo con la espada desenvainada, haciendo campaña sobre acusaciones de que el Poder Judicial estaba lleno de nepotismo y ellos cambiarían esa ecuación, enfrentaron otra incongruencia: le apareció un hermano al ministro Arístides Guerrero. Resulta que Diego Armando Guerrero tomó posesión como integrante del Tribunal de Disciplina Judicial de la Ciudad de México.

El Día 3, el nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia, Hugo Aguilar (que en su primer discurso fustigó excesos, lujos y sueldos millonarios de los ministros anteriores), llegó a trabajar en una camioneta con dos vehículos escolta, uno adelante y otro atrás. Yo estoy a favor de que alguien que ocupa un cargo de tan alta importancia tenga transporte y equipo de protección. Su vida y su seguridad son asuntos de Estado. El problema es que él y el movimiento político del que emana consideran que las camionetotas y los guaruras son ejemplo de corrupción y lejanía con el pueblo.

Sobra enlistar otras contradicciones: como que hablen del fin de la corrupción cuando un acuerdo con los Yunes posibilitó que llegaran a la Corte, como que hablen de un México plural cuando ellos son fruto de la sobrerrepresentación, como que hablen de democracia cuando ellos están ahí gracias a los acordeones, como que hablen de que a ellos los nombró el pueblo cuando sólo votó el 10% de la gente en la mentada elección judicial.

Pero más allá de eso, el nuevo Poder Judicial —que ya es una realidad— enfrenta dos retos centrales a corto plazo. El primero es que prometió que va a cambiar la impartición de justicia en México. Es previsible que para tratar de dar la imagen de que todo está cambiando, y está cambiando ya, echen mano de más símbolos: escogerán casos de alto impacto mediático que se alineen a este discurso de renovación moral para procesarlos de inmediato y crear una sensación favorable. Si eso no permea al resto de la sociedad, la propaganda será insuficiente.

El segundo es que el nuevo Poder Judicial entra en una disyuntiva en el ejercicio cotidiano de su tarea. Por un lado, está la sociedad que le exige independencia. Por otro está el régimen del que emanan, que exige una sola cosa: lealtad al movimiento.

La sociedad está más vigilante que nunca a su actuación. Lo que hemos visto es un marcaje personal en redes sociales y algunos medios de comunicación. Cada tropiezo, cada contradicción, cada desplante, cada demostración de su parcialidad quedará exhibida.

¿Qué les queda a ministros, magistrados y jueces? Alinearse o forjar un nombre propio. Desmantelada toda institucionalidad, si algo hay es que le tengan miedo a la condena de la Historia.

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